LINDA D'AMBROSIO*
Tal vez es nada más un problema de narrativa. Aceptar que los acontecimientos dolorosos vendrán, que no son un castigo, que transitan por la vida de todos, y que pasan. Y disfrutar, sin culpa ni temor, de todo lo que sí está a nuestro alcance.
La pareja sin hijos y económicamente deprimida ve
sucumbir a su perra entre las ruedas de un coche. Un joven huérfano, que
se ha sobrepuesto a la adversidad e intenta llevar una vida normal,
permanece solo en su vivienda, sin provisiones, debido a un
confinamiento Covid-19 que ocasiona desabastecimiento en su ciudad.
Cierta familia ve saldarse el año con la pérdida de uno de sus miembros…
Por añadidura, hay quien se siente aun más miserable, al autocontrastarse con el entorno decembrino, pretendidamente jubiloso.
Y no puedo evitar plantearme hasta
qué punto hay creencias -respetables, no pienso discutirlas- que no
ayudan a que enfrentemos nuestra vida con una perspectiva más útil. La
tradición ha perpetuado la convicción de que la vida es “justa” (como si
fuera una entidad pensante que inclinara la balanza en una u otra
dirección), de que el bien siempre tiene su recompensa (y, ante la
evidencia de que personas nobles padecen toda clase de calamidades en
esta vida, se aventura que es porque recibirán su compensación en la
próxima) o, inclusive, que el sufrimiento nos acrisola y aproxima a una
vida futura más feliz.
Sí: es cierto que el sufrimiento entraña importantes aprendizajes, comenzando por la posibilidad de empatizar con aquellos que atraviesan por sus horas bajas. Pero quizá nos sentiríamos menos “timados”, si asumiéramos que forma parte de la vida y la naturaleza.
El sufrimiento es inherente a nuestra fragilidad física y emocional. No nos planteamos que el pájaro que padece los rigores de la helada es sujeto de un planificado proceso de escarmiento por sus iniquidades. ¿Por qué habríamos, pues, de interpretarnos como víctimas del hado o la divinidad cuando sufrimos?
Quizá, en cambio, podríamos asumir un rol más activo en nuestra felicidad. Es inevitable que nos pasen cosas. La naturaleza nos ha hecho la trastada, con el fin de que podamos defendernos y sobrevivamos, de que demos más peso a las amenazas que a las experiencias gratificantes. Pero debemos hacer un esfuerzo por valorar las cosas buenas de las que sí disfrutamos.
Y quizá deberíamos comprender que somos responsables de poner en nuestra vida la dosis de felicidad que podamos, casi siempre traducida en experiencias, así sea concedernos una buena siesta.
A veces esta felicidad implica decidir por qué curso de acción optamos ante determinadas situaciones. Pocas cosas perturban más a una persona que la incertidumbre. Nuestros cerebros están programados para tomar decisiones y, cuando nos vemos condenados al suspenso, acusamos todo tipo de incomodidades. Nuestra inacción, en algunos casos, no hace más que prolongar el sufrimiento.
Escucharnos, detectar lo que necesitamos y ofrecérnoslo. No tener la expectativa irreal de que vamos a sentirnos bien todo el tiempo, ni sentirnos fustigados por un dios traicionero, cuando las cosas no van bien. Asumir que hay situaciones que no tienen remedio, y seguir adelante, a pesar de la tristeza, la frustración y el desaliento. Y, sobre todo, esmerarnos en poner en la vida de los otros la cuota de felicidad que podamos.
Tal vez es nada más un problema de narrativa. Aceptar que los acontecimientos dolorosos vendrán, que no son un castigo, que transitan por la vida de todos, y que pasan. Y disfrutar, sin culpa ni temor, de todo lo que sí está a nuestro alcance.
* . Columnista en El Universal. Licenciado en Educación. Magister en Arte, Gerencia Cultural.
Imagem da Internet
Fonte: https://www.eluniversal.com/el-universal/116295/lectura-simplificada-del-sufrimiento
Nenhum comentário:
Postar um comentário