Karl Jaspers
"Entre las que consideramos esenciales,
hay una que no se
cansa de exigir
una explicación:
«¿Por qué existe el mal?«"
por Rafael Narbona
Karl Jaspers no es un filósofo de moda, pero durante la dictadura nazi
se puso de manifiesto su extraordinario temple moral. Casado con una
judía, se mantuvo a su lado, aceptando toda clase de penalidades,
incluida la pérdida de su cátedra. Su vida es una confirmación de su
filosofía: sólo es posible conocer lo que somos cuando nos enfrentamos
con experiencias límite, como el sufrimiento, la culpabilidad o la
muerte.
Karl Jaspers consideraba que, en la filosofía, lo esencial no son las
respuestas, sino las preguntas. No todas las preguntas poseen la misma
importancia. Entre las que consideramos esenciales, hay una que no se
cansa de exigir una explicación: «¿Por qué existe el mal?» En una
conferencia de 1935, Jaspers nos recordaba que –según Kant– el mal
radical surge cuando la conciencia subordina el cumplimiento de la ley
moral a la satisfacción de nuestras exigencias particulares de
felicidad. El mal no es un objeto ni un hecho, sino una intención
afincada en la dimensión inteligible de la condición humana. Su morada
está en el fondo íntimo del ser personal. Karl Jaspers observa que la
ley incondicionada de Kant es un principio carente de objetivación. La
objetivación sólo se plasma por medio de una legislación positiva o, en
un sentido trascendente, como amor a Dios, entendido como «la totalidad
de mi amor, de donde dimana la posibilidad de amar todo lo que es ser
verdadero y por el que nada se pierde, dado que cada partícula queda
imantada hacia el sitio que le corresponde por su propio rango».
Hay en el mal radical un profundo nihilismo, una complacencia con la
muerte, que incluye el desprecio del ser en todas sus manifestaciones.
Hitler profetiza el fin de la humanidad si su «gran política» fracasa y
Stalin, con una filosofía de la historia semejante, entiende que la
muerte como fenómeno de masas no es un problema moral, sino una
«cuestión de Estado» que no puede juzgarse en términos éticos sin
incurrir en una reprobable ingenuidad. El Estado totalitario no legisla
para garantizar derechos, sino para asegurar la supervivencia de una
idea, el cumplimiento de una misión trascendental, que resolverá las
contingencias del presente. Este planteamiento se ajusta a la definición
kantiana de mal radical, pues afecta al principio del «querer». Hay una
voluntad pervertida que ignora la norma moral, alegando la prioridad de
una ideología, donde la humanidad –reelaborada por la política
totalitaria– conseguirá al fin la felicidad. Una felicidad excluyente,
pero definitiva.
No es un razonamiento original. De hecho, siempre se ha considerado que
la realización histórica del bien no puede estar lastrada por
consideraciones individuales. Lo infinitamente pequeño no puede
condicionar la consumación de un proyecto político que afecta a
generaciones enteras. El hombre sólo es un punto insignificante en la
marea de la historia. No se condena a un gobierno por los accidentes
sufridos en la consecución de los objetivos, sino por la meta obtenida.
La razón respalda una forma de argumentar que despierta una repugnancia
invencible en el terreno moral. Hay que aceptar, por tanto, que «la
esencia del mal radical está en nuestra racionalidad, pero razón es
también el fundamento del acto moral y razón es la visión de lo
bello». Es lo que sostiene Jaspers al explorar las paradojas de la
reflexión kantiana sobre el origen del mal radical y la posibilidad de
sustraerse a ese querer negativo, donde el anhelo de felicidad posterga
la obligación moral. No importa que, con un falso altruismo, se apele a
la felicidad ajena o al bienestar de la humanidad. Es inaceptable
aplazar o postergar el bien por una necesidad inmediata, que justifica
acciones basadas en el desprecio de la vida. Este es el horizonte donde
convergen Auschwitz, Hiroshima y las fosas de Katyn. La sangre de
inocentes nuca puede ser el precio de un futuro más justo.
Auschwitz no pertenece a nadie, salvo a las víctimas que murieron entre
sus alambradas. Se concibió como una fábrica de procesamiento de
residuos, pero la connivencia de la tecnología industrial con el crimen
sólo acentuó el desprecio por la vida. Auschwitz pretendió convertirse
en un desagüe que limpiara el mundo de la imperfección y lo indeseable,
pero si la derrota de Alemania no se hubiera producido, habría
continuado su labor hasta vaciar el mundo y autodestruirse. Hitler se
quitó la vida para no caer en manos del Ejército Rojo. Su suicidio era
inevitable con independencia de los hechos. Pese a sus proyectos
faraónicos, esbozados en las maquetas de Albert Speer, apenas podía
encubrir la inanidad de su proyecto político, una distopía que se
sostenía en un estado de excepción permanente. Para el totalitarismo, no
hay inocentes. Quienes están al otro lado de la alambrada siempre son
candidatos potenciales a la reclusión y el exterminio. El totalitarismo
representa la muerte de la política, es decir, del diálogo con el otro,
del entendimiento mediante la palabra. El yo necesita al otro para
existir, expandirse y crecer. Fuera del diálogo –necesario,
constituyente–, lo que resta ya no es humano. El mal radical es la
antesala de esta situación, donde el «querer» se convierte en «padecer» y
el verdugo se perfila como el último hombre, pues es el único que
conserva la condición de sujeto en un sistema basado en una relación
asimétrica con el otro. En una dictadura, el yo sólo se relaciona con el
otro para cosificarlo, justificando de ese modo su dominación y
aniquilación. La historia deviene en naturaleza, regresando a un estado
premoral. Es el fin de la política, la actividad que ha rescatado al
hombre del automatismo del instinto.
El primer paso de la política es reconocer el derecho del otro a la
vida y a la libertad. La política es una creación estrictamente humana.
Por eso, es un humanismo radical que combate la deshumanización de los
regímenes totalitarios. Si Auschwitz representa el apogeo de lo
inhumano, la concepción del hombre como absoluto moral implica fundir el
ejercicio de la memoria con la esperanza de un futuro siempre abierto
al diálogo y la diversidad. La recuperación del pasado no es mera
arqueología, sino responsabilidad con la humanidad ausente. Si las
víctimas caen el olvido, su dolor se hará banal. Habrán muerto para nada, pues no serán nada
para los vivos. Los genocidios nacen con el propósito de destruir a
comunidades enteras, borrando de la faz de la tierra su historia y
tradiciones. Cualquier programa de exterminio incluye entre sus
objetivos el idioma, la literatura, la arquitectura, la religión, las
leyes civiles, los símbolos y los mitos. El propósito final es no dejar
nada, revertir la historia hasta el extremo de borrar cualquier
vestigio, logrando que no sobreviva ninguna prueba de que el pueblo
masacrado alguna vez existió. La memoria debe mantenerse alerta,
conspirar contra esa intención criminal, rescatando los restos que han
sobrevivido a la voluntad de exterminio. Se trata de una especie de arqueología moral que
intenta hacer justicia a los muertos. Para preservar los derechos de
las generaciones futuras, hay que garantizar la presencia de las
víctimas, frenando cualquier maniobra orientada a minimizar los crímenes
y propagar el olvido.
La misión de la política es «edificar un mundo compartido», afirma Karl
Jaspers. Sólo será posible mediante la palabra. La palabra permitirá
avanzar hacia un mañana en el que «la dignidad humana coincidiría con la
condición humana en la Tierra» (Hannah Arendt). En una época en la que
el populismo y el nacionalismo han unido sus fuerzas, conviene releer a
Karl Jaspers, que nos recuerda una y otra vez que lo más valioso del ser
humano es su capacidad de hablar, razonar y amar.
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Fonte: https://www.revistadelibros.com/blogs/viaje-a-siracusa/karl-jaspers-edificar-un-mundo-compartido?&utm_source=newsletter&utm_medium=email&utm_campaign=nl20190619 14/06/2019
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