Desde comienzos del siglo XX, una legión de voces anuncia que algo ha
terminado para el hombre. Unos ejemplos al azar: Theodor Adorno, ese
señor tan serio, sentenció que «escribir un poema después de Auschwitz
equivale a la barbarie»; Jean Gebser, en Origen y presente,
aseguraba que «hoy a nadie le gusta la poesía, a nadie le gusta la
naturaleza»; Giorgio Agamben ha escrito que «en la actualidad, cualquier
discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que
esta ya no es algo realizable»; Byung-Chul Han afirma que ya no son
posibles ni la vida privada, ni el amor ni el erotismo.
El arte ya no es posible, el amor ya no es posible y, atención, la
experiencia humana ya no es posible. Nos encontramos entonces flotando
en un extraño limbo donde todo el contenido de nuestra experiencia es un
mero espejismo, incluida nuestra propia conciencia (una ilusión que,
sorprendentemente, nadie experimenta). Nada es posible, nada de lo que
hagamos o imaginemos tiene valor, ni siquiera somos ya seres humanos. La
situación tiene algo de agobiante.
Después de la Primera Guerra Mundial, el ambiente intelectual, influido
por Oswald Spengler y su idea de que a la civilización occidental le
había llegado su «invierno», era ya irrespirable, al menos para algunos.
El joven Vladimir Nabokov (1899-1977), desde luego, se rebelaba contra
ello. En 1926, en una conferencia titulada «Sobre las generalidades»,
hablaba del aburrimiento que le producían las novelas francesas sobre la
famosa malaise de posguerra y terminaba diciendo: «saboreemos
nuestra época [...], con sus maravillosas máquinas y gigantescos
hoteles, cuyas ruinas el futuro apreciará como nosotros apreciamos el
Partenón [...]; con sus investigaciones científicas extremadamente
precisas; con su amable velocidad y su encantador humor; y, lo más
importante, con su sabor a eternidad, el cual ha estado presente y
estará presente en todos los siglos».
En 1930 ‒tras haber publicado ya cuatro novelas, cinco libros de poemas y dos docenas de relatos cortos‒, escribió Gloria con
el propósito («la única de mis novelas con propósito», escribe en el
prólogo a la traducción al inglés) de «poner de relieve la excitación y
la fascinación» que su joven protagonista encuentra «tanto en los
placeres más ordinarios como en las aventuras en apariencia sin sentido
de su vida solitaria», en contraste con la idea preponderante de que el
siglo XX era una época «materialista», «práctica» y «utilitarista». Como
en los demás libros de Nabokov, el énfasis está en huir de las
generalidades y en concentrarse en la textura, en el detalle individual.
Lo único que existe para él es la conciencia individual, es decir, la
percepción, el pensamiento y la imaginación. Las tendencias sociales e
históricas son sólo escenarios, más o menos ilusorios, a través de los
cuales se mueve esa conciencia personal. Cuanto más colectivo es un
movimiento, más irreal es. Cuanto más único, personal e intransferible,
más real. Pensar que la experiencia personal ya no es posible o que está
llegando a su fin es, sencillamente, confundir la propia experiencia
humana con ciertas narraciones clásicas acerca de los procesos íntimos
de descubrimiento e interiorización de la realidad. Es confundir la
realidad particular con las generalizaciones y las ideas. Podemos
conjeturar con cierta precisión el comportamiento de un gas, pero es
imposible predecir el de uno solo de los átomos de ese gas. Únicamente
lo particular, lo inclasificable y lo incomunicable tienen importancia, y
la conciencia humana, en último término, es impredecible y libre.
Gloria, cuyo título provisional era Tiempos románticos,
es la historia de Martin Edelweiss, ruso de padre suizo que huye de San
Petersburgo con su madre al comienzo de la revolución. Tras un período
en Yalta, salen de Rusia y Martin va a estudiar a Inglaterra, visita a
su madre en Suiza ‒donde ella se ha instalado con el hermano de su
difunto marido‒, viaja a Francia, lleva una vida más o menos insípida en
Berlín y, finalmente, se embarca en secreto en su aventura final.
Martin es un joven inocente, amable y valiente (a pesar de que él se
cree un cobarde), y está dotado de una poderosa imaginación que posee
vida propia. La novela, a diferencia de obras anteriores de Nabokov,
carece de un argumento fuerte y su estructura se basa en el sutil juego
de intensidades y relaciones entre los sucesos sin aparente importancia
de la vida de Martin y en las distintas transiciones entre ellas, en
pintar ‒como dice Flaubert en una de sus cartas‒ «color sobre color». No
hay un crimen, ni una historia de amor, ni la gestación de un genio
artístico, ni una tragedia inevitable: sólo hay una vida, llena de
sueños y decepciones y esplendores y sentimientos imprecisos y, también,
de la espera de algo que no se sabe qué es. Esa mucho más tenue
maquinaria obliga a Nabokov a proezas de técnica y de sensibilidad
novelísticas. La lectura produce una poderosa sensación de vida y de
realidad, y, al mismo tiempo, Nabokov logra permearlo todo de un curioso
desasosiego, un algo ominoso muy al fondo de todos los episodios
melancólicos, anodinos, extáticos y cómicos, cuyo vaivén va prefigurando
el destino del protagonista.
El tema principal de Gloria es la relación, la temblorosa
tensión, entre imaginación y realidad en la vida de Martin. Hay un juego
incesantemente sutil, incesantemente nuevo, entre su imaginación, que
proyecta deseos; la realidad, que se adapta más o menos a ellos, y de
nuevo la imaginación, que lucha por adaptarse a su vez a la realidad. El
foco de la imaginación de Martin, eminentemente romántica, es lo remoto
y lo vago, y, aunque chocará a menudo con la realidad, sobre todo se
verá cumplida una y otra vez, y Martin será unas veces capaz de apreciar
en todo su sabor esa realización de sus sueños y otras veces esta le
pasará inadvertida. (Todo terminará, por cierto, en una resonante
indeterminación en la que se intuye, lejana, una resolución de los
contrarios).
La evolución de esa frágil danza sigue distintas fases que están
entrelazadas con tal maestría que no es fácil separarlas: el nacimiento
de la imaginación romántica de Martin a través de los cuentos
caballerescos que le lee su madre de niño (en los que ya se encuentra un
oscuro presagio, a la vez simbólico y literal, de su sino: el camino
que se pierde en el bosque de los cuentos de hadas); la dificultad del
romántico adolescente Martin para apreciar mediante la imaginación la
realidad del presente (en el barco que se lo lleva lejos de Rusia, se
pasea por la cubierta adoptando poses e imaginando que es un romántico
exiliado, algo que ya es, por supuesto, aunque no se dé cuenta de ello);
cierta maduración de su imaginación al descubrir que la fascinación que
ofrece el aspecto del mundo tal como lo ve es igual a la de cualquier
mundo lejano (las calles de Berlín en los años veinte son tan hermosas,
sucias y fascinantes como las calles de Roma en el siglo I); la
progresiva conciencia de su incapacidad para realizar las posibilidades
de la realidad más cercana (como su relación con Sonia); y, finalmente,
la elaborada fantasía a que se entrega con Sonia: la creación de una
lejana tiranía, Zoorlandia, un país al norte, montañoso y azotado por el
viento, donde rigen absurdas y cómicas leyes y adonde Martin sueña con
viajar en secreto para cumplir un desafío, una especie de Rusia
soviética trastocada ‒como por un espejo deformante‒ en una región
emparentada (aunque Nabokov lo niegue en su prólogo) con la Zembla de Pálido fuego y con la isla imaginaria del relato «Solux Rex».
El motivo de Zoorlandia será el comienzo de la resolución final del
destino de Martin, que, en su romántica imaginación, sueña con proezas
heroicas que terminarán eclipsando su vida. Cerca del final, la
imaginación de Martin, arrastrado más allá de toda salvación por su
propia fantasía, comienza a fallar. Los rostros se vuelven
irreconocibles, el mundo parece preñado de una espera ominosa, un velo
casi impenetrable oculta el desenlace. Y digo casi porque el
conocimiento del conjunto de la obra de Nabokov nos lleva a sospechar
cierta resolución entre bastidores que, en cierto modo, queda por fuera
de la textura narrativa de la novela. Estoy refiriéndome, sin querer
decir demasiado, al tema oculto de la conciencia después de la muerte y
de los «espíritus ayudadores», que invade sutilmente toda su obra y
cobra especial relevancia en Cosas transparentes, Pálido fuego y dos magistrales relatos cortos, «Ultima Thule» y «Las hermanas Vane». En Gloria,
donde este motivo aparece en forma embrionaria (relacionado, sobre
todo, con el padre de Martin y cierto hotel alpino), el atento
nabokoviano podrá detectar su fino rastro en las páginas 24-25, 31, 63,
101, 114, 130, 210 (pista: los trabajos de Martin como reflejo del
trabajo de esos otros) y 261.
Gloria es, en mi opinión, la primera obra maestra de Nabokov,
aunque sea menor si la comparamos con las grandes novelas del período
final. (Tanto Mashenka como Rey, dama, valet son libros encantadores, pero innegablemente primerizos; La defensa Luzhin
es una impresionante demostración de fuerza de un genio de la
literatura, pero le falta cierta luz o cierto vuelo que no escaseará más
tarde; y El ojo es poco más que un relato largo). En Gloria,
el delicado sistema de ecos y presagios; los episodios del cumplimiento
de los sueños de Martin (el prodigioso capítulo del partido de fútbol y
la visita al pueblo francés que le atrajo desde un tren en la
infancia); la experiencia transparente y fluida de la lectura, gracias a
esas casi mágicas transiciones; la incomparable y jamás superada
representación de Nabokov de la realidad sensorial; el modo en que cada
vívido detalle circunstancial forma parte de una trama de sentido (así,
por poner un ejemplo, los disfraces de Darwin y Sonia en la fiesta, de
explorador y de gitana, son una parodia de viejos sueños románticos de
Martin); el sutilísimo equilibrio moral de los personajes, que, al modo
de una ilusión óptica, se descubre y muda ante nuestros ojos como nubes
que desvelan la luna y la vuelven a ocultar. Todo ello conforma una
novela inolvidable que, como dice el propio Nabokov, alcanza cotas de
pureza y melancolía sólo comparables a las logradas en la muy posterior Ada o el ardor.
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Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015). 16/04/2018Fonte: https://www.revistadelibros.com/resenas/gloria-nabokov?&utm_source=newsletter&utm_medium=email&utm_campaign=nl20180418
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