Koldo Echebarria*
El regreso de los conflictos motivados por el nacionalismo más agresivo sugiere una amarga verdad: que las ideas más optimistas surgidas tras el final de la Guerra Fría fueron tan solo un espejismo.
El historiador Paul Kennedy sostenía que el siglo XX había constituido la apoteosis del nacionalismo. A su juicio, las dos guerras mundiales y la Guerra Fría eran consecuencia de regímenes cuya base ideológica era la superioridad nacional, que legitimaba su poder con la ampliación del territorio mediante la guerra. Para él, la Unión Soviética era, muy por encima de la organización comunista de los medios de producción, una reencarnación del imperio zarista. En esta lógica, la Guerra Fría, más allá de la disuasión nuclear mutua, no llegó a desencadenar una agresión en Europa porque ofrecía a los soviéticos un equilibrio a sus afanes expansionistas, mientras los países del Sur se convertían en el teatro de operaciones en el que competían por la ampliación de su influencia. El colapso final del régimen soviético, como otros imperios, se explicaría por el desequilibrio entre sus capacidades y la magnitud de los compromisos asumidos para mantener su área de influencia.
La descomposición de la Unión Soviética inauguró tres décadas vividas bajo la ilusión de que el nacionalismo habría dejado de ser una fuerza capaz de provocar conflictos. Las guerras provocadas por la desaparición de la antigua Yugoslavia, aunque fruto de la pulsión nacionalista, se vieron como un epílogo de la reordenación europea tras la Guerra Fría. Pasamos a pensar que las confrontaciones violentas de la nueva era tendrían otras motivaciones –religiosas o étnicas– y que las guerras pasarían a librarse en el terreno más difuso de la insurgencia y del terrorismo internacional. Se teorizó sobre el final del régimen westfaliano y la creación de un nuevo orden internacional basado en la supremacía del derecho y avalado por el multilateralismo. Los países europeos nos vimos relativamente libres de grandes enemigos y mantuvimos Fuerzas Armadas pequeñas y escasamente dotadas, sin preocuparnos por una integración entre ellas que, con los mismos recursos, ampliara su capacidad operativa.
La invasión de Ucrania nos ha despertado de estas largas vacaciones. Con sorpresa y horror, reaparece en Europa una guerra de las que luchábamos en el siglo XX, con motivaciones muy parecidas, con la destrucción absoluta de ciudades y las mismas imágenes de víctimas civiles golpeando a nuestra puerta. ¿Estamos ante la última guerra de un mundo que aún se resiste a desaparecer, con un protagonista que no quiere asumir el papel que le ha dejado la historia, o estamos ante el resurgimiento del nacionalismo agresivo del siglo pasado y la posibilidad de nuevos conflictos globales entre naciones? Lamentablemente, es difícil no inclinarse por la segunda opción. Dos hipótesis han sustentado nuestro optimismo en las últimas décadas, y lo cierto es que las dos se han revelado incorrectas.
No podemos descartar la posibilidad de una confrontación global provocada por el nacionalismo expansionista
La primera es idealista o utopista, y se basa en pensar que el desarrollo y la integración económica de los países genera una interdependencia a la que sigue una comunidad de intereses que produce obligaciones políticas. Pese a la insistencia en esa tesis desde las llamadas teorías de modernización, lo cierto es que históricamente el desarrollo político no ha venido determinado por el desarrollo económico, ni viceversa. Es posible pensar lo contrario, que las rentas que Rusia obtiene de sus recursos naturales han sido el acicate de su expansionismo y autoritarismo y han contribuido precisamente a su percepción de la dependencia occidental. Hemos exagerado el potencial de transformación política de la economía de mercado. Comer hamburguesas de McDonalds y amueblar nuestra casa en IKEA no nos acerca ni a la democracia ni a la paz mundial. Y al revés: toda democracia genuina está obligada a complacer a la mayoría, a sacrificar el futuro por el presente y a cambios incrementales.
La segunda hipótesis, más realista, está anclada en la expectativa de un comportamiento racional de los líderes políticos. Los que auguraban que estábamos ante un farol de Putin nos hablaban de un líder astuto que calculaba sus apuestas con esmero; es decir, un hábil gestor de riesgos. La autocracia tiende a generar déspotas que, faltos de contrapesos, se apartan de la realidad y, consumiéndose por la arrogancia, llevan a sus países a la debacle. En China se conoce como el «síndrome del mal emperador», lo que hizo que el Partido Comunista, desde la desaparición de Deng Xiaoping, implantara un protocolo de rotación de sus líderes para evitarlo, algo que está a punto de quedar sin efecto con la designación de Xi Jinping como líder vitalicio.
Los riesgos del mundo se han multiplicado. La combinación de factores, como la decadencia de la clase media en los países desarrollados, el estancamiento de algunas economías en desarrollo o el afán de países como China de ver reconocido su poder, ha generado un mundo mucho más inseguro y propenso a conflictos armados. Vemos surgir líderes nacionalistas con tendencias autocráticas que canalizan la riqueza de sus países a grupos oligárquicos mientras se legitiman con políticas identitarias y desprecian las reglas de derecho internacional. A esto se unen los espacios sin gobierno en algunas zonas donde se refugia el terrorismo y el crimen organizado, que escapan al control de la comunidad internacional con la complicidad de Estados que sacan partido. El mundo ha ido deslizándose hacia una situación en la que los viejos instrumentos de gobernanza global que creamos al final de la II Guerra Mundial no pueden dar respuesta; un contexto que, en definitiva, amenaza con una escalada de la inestabilidad.
La invasión de Ucrania nos ha de hacer pensar. No podemos descartar la posibilidad de una confrontación global provocada por el nacionalismo expansionista de potencias que pongan la fuerza por delante del derecho internacional. Solo actuando en consecuencia tendremos posibilidades de conjurar estos riesgos y sostener una paz basada en reglas justas de convivencia. Las implicaciones son, sin embargo, muy importantes, y cuentan con muchas derivadas. No solo tendremos que fortalecer nuestras políticas de defensa, sino también las comerciales, energéticas o industriales. Deberemos fortalecer también nuestra mirada, especialmente en las partes del mundo en las que se está jugando un nuevo reparto de influencia, como ocurre en África. Debemos hacerlo, además, con los países que formamos la Unión Europea.
*Koldo Echebarria es Director General de Esade.
Fonte: ttps://ethic.es/2022/04/regreso-al-siglo-xx/
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