Gladium, pugio, pilum, triclinium… Santiago Posteguillo habla de la Roma antigua como si hubiera vivido allí. Casi dos décadas lleva ya sumergido en esa fascinante época. No extraña, de hecho, oírle pronunciar tales términos latinos con familiaridad. Todo suena natural en su voz cuando habla de armas legiones, senadores, dictadores, batallas e intrigas políticas que marcaron para siempre la historia de Occidente.
Y nada de centrarse en las Galias, la Guerra Civil, Cleopatra o su sangriento final, tendencia predominante a la hora de abordar el personaje. Posteguillo se ha propuesto contarnos todo César. Su vida de principio a fin. Roma soy yo (Ediciones B) es, de hecho, la primera de lo que serán, anuncia el ganador del Planeta 2018, «no menos de seis novelas». Inmerso ya en la segunda, Posteguillo me recibe en su refugio serrano de la Comunidad Valenciana, donde escribe rodeado de libros, mapas, esquemas con personajes y hechos históricos y algún que otro guiño arquitectónico y decorativo, donde charlamos sobre Roma y sus conexiones con el presente y de unas cuantas cosas más.
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—Después de escribir ocho novelas ambientadas en Roma, llega la hora de Julio César. ¿Era inevitable?
—Pues sí. Porque me persigue desde hace años, pero siempre pensaba que, para sumergirme en él, dada la complejidad del personaje, necesitaba sentirme suficientemente equipado en técnica y madurez literaria y con bagaje romano.
—Una seguridad que le ha costado alrededor de 8000 páginas sobre Roma…
—Sí, y ya era hora, ¿no? (se ríe). Aunque te digo que cuanto más sé sobre Roma más consciente soy de lo poco que sé. Ignorante es quien cree que lo sabe todo, y a mí me queda muchísimo por aprender.
—Es decir: todas sus novelas sobre Roma conducen a César…
—Totalmente. Porque gracias a ellas hoy entiendo mejor a César que cuando hice la primera. Entiendo mejor la herencia que recibió, marcada por el surgimiento de las dos facciones que determinarán su vida: populares y optimates (senadores), y por la prosperidad que crece tras derrotar a Cartago y que no se reparte. Y con Trajano y Julia pude ver que la figura de César seguía muy presente, y que es, de hecho, el eje central de la historia de Roma. Con él se pasa de la República al Imperio. Todo es antes o después de César.
—¿Era también un personaje que le pedían sus lectores?
—Sí, sí, algunos llevan años diciéndome: «Señor Posteguillo, ¿cuándo va a escribir sobre Julio César?». Y, aunque yo lo tuviera en mente, les decía: «¿César? Pero es que ya se ha escrito mucho sobre él». Y es muy bonito, porque me respondían: «Puede ser, pero no como lo contaría usted. Tiene que dedicarle una trilogía». Y entonces yo, que no me gusta mentir, añadía: «Nunca escribiré una trilogía sobre Julio César». Porque es imposible contar a César en tres novelas.
—¿Cuántas novelas piensa dedicarle?
—Da, por lo menos, para una sexalogía. Tienes su juventud y el inicio de su ascenso, su época en Hispania, la Guerra de las Galias, la Guerra Civil, Cleopatra, la conjura… Además, su vida está asociada a un elenco de personajes de una trascendencia brutal: Cicerón, Catón, Bruto, Marco Antonio, Augusto, Cayo Mario, Sila… El problema es que la vida es finita y hay que centrarse (se ríe).
—¿Va a pasarse una década metido en la piel y la mente de César?
—Diez o doce años, sí, lo tengo asumido. Pero es que, ya que me pongo, tengo que contarlo bien. A mí no me gusta llegar a la batalla de Aquae Sextiae, tan influyente en la historia de las legiones romanas y de César, y no dedicarle 80 páginas; no me gusta llegar a las batallas de Tarso, Farsalia, Alesia, Ilerda o Baequla y contarlas en dos páginas. No es mi estilo. Eso lo hizo, por ejemplo, Colleen McCullough, que le dedicó siete novelas a César, pero cuando llegaba a una batalla se la saltaba.
—Y eso le deja margen a usted…
—Eso es. Siempre habrá lugares comunes, pero también un gran margen. Los diálogos y las situaciones cada uno las imagina como crea conveniente. Y ese es un gran margen de libertad para un escritor. Además, hay muchísimo que contar. Piensa que antes de cumplir los 23 años, hasta donde llego en esta primera entrega, a César ya lo habían intentado matar tres veces. Y lo estuvieron intentando toda su vida. Con apenas 18, Sila lo puso en busca y captura y lo declaró «fugitivo enemigo del Estado».
—Hablando de Sila, quizá el dictador más cruel de la república romana, al leer su novela en estos días, he apreciado muchos paralelismos entre él y Putin…
—Totalmente. Es que Putin es un Sila con todas las de la ley. De haber vivido hoy envenenaría a sus enemigos con polonio 210. Si es que en esto de la guerra y la lucha por el poder ya está todo inventado, todo se repite desde tiempos inmemoriales.
—¿Por eso incluye en la novela frases como esta de Cicerón: «La guerra debe emprenderse de tal manera que parezca que solo se busca la paz»?
—Sí, sí, que es lo que nos intenta vender Putin. Lo que pasa es que él ha utilizado un casus belli absurdo: llamar nazi a un presidente de origen judío y alegar genocidio… ¿Pero qué genocidio? No lo entiende nadie. Él utiliza esa manipulación para consumo interno, pero muchos en el exterior también se la compran.
—¿Fue Roma la primera en justificar sus guerras creando casus belli?
—Eso es, porque, al constituirse en república, Roma deja de ser un rey o un Alejandro Magno que se pone a conquistar porque le da la gana. Los romanos ofrecían al pueblo una especie de democracia —aunque fuera una pseudodemocracia dominada por una oligarquía— y si entraban en guerra debían justificarlo ante la plebe. Y eso es lo que hemos heredado. Por eso digo que Roma explica siempre lo que nos pasa hoy.
—¿Qué más nos puede enseñar César?
—Bueno, César, a diferencia de Franco, perdonó tras la guerra civil. Con Franco fue «todos a la cárcel» y desató una represión muy dura.
—Pero aquellos a quienes perdonó fueron después sus asesinos.
—Es cierto, son quienes lo rodearán el 15 de marzo del 44 A.C. y lo apuñalarán. Y, aunque sea considerado un error, también es un gesto de grandeza, de magnanimidad, porque les permite incluso seguir siendo senadores. Es admirable, a mi juicio. Aunque luego lo maten. César, además, se situaba en primera línea de combate. Salvando las distancias, el presidente Zelenski está haciendo un poco lo mismo.
—Pero no es un militar, ni combate…
—Pero se ha puesto el traje de militar y se ha quedado en Kiev, con su pueblo. Y los políticos occidentales no lo entienden. Mira Borrell, la cara de pasmado que puso cuando dijo que le habían ofrecido refugio a Zelenski en cualquier país europeo y él les respondió que no, gracias. No lo entienden, porque todos huirían a las primeras de cambio. Zelenski esta dando una lección brutal. Por eso va Putin a por él como loco, porque es un símbolo. Y cada día que sigue vivo en Kiev, a la gente le da fuerza moral, que es lo único que tienen. Zelenski es como esos políticos romanos que, como César, entendían que en tiempos de crisis militar había que estar en primera línea de combate.
—Es de esa clase de políticos que sabe lo que su gente piensa…
—Claro, es un aspecto clave. No es un político profesional de los que, como la mayoría de los que hay en España, que viven en una burbuja y no tienen ni repajolera idea de qué narices pasa en el mundo, trepan desde las juventudes de un partido haciendo la pelota a todos hasta que llega al poder. Zelenski es un tipo normal que sabe lo que es ganarse la vida y que, ante la crisis, decide dar una respuesta extraordinaria.
—Los políticos profesionales, de hecho, desprecian a personajes como Zelenski.
—Así es, dicen que para estar ahí se deben conocer los mecanismos de los partidos y del poder. Pero en Roma, Julio César y otros conocían todos esos resortes de la política, de las facciones y de cómo negociar, pero a la vez si había crisis y guerra ahí estaban. Y eso se perdió hace tiempo. Zelenski ha emergido como último representante de los césares.
—Ignoro si la lectura figura entre las aficiones de Putin, pero ¿sobre quién cree que habrá leído más: Sila o Augusto?
—Tiene un poco de ambos, en realidad. Augusto es un personaje mucho más siniestro de como se le ha pintado. Convenció a todos para sacrificar la democracia a cambio de paz, orden y orgullo nacional. Fue un gran manipulador de la historia, que puso a todos sus cronistas a vilipendiar a aquellos a los que no quería. De César, por ejemplo, solo dejó los textos que le interesaban. Y la imagen que tenemos de Cleopatra es la que Augusto quiso dejar. Y en cuanto a Sila, fue el gran manipulador de la época de César y mucho más brutal que Augusto. Un líder con una frialdad y una crueldad sobrecogedoras. «Roma es mía», dijo, y realmente no tenía límites: su religión eran sus deseos y sus sacerdotes sus legiones. El paralelismo con Putin es clarísimo.
—La dimensión de sus enemigos es, de hecho, lo que hizo grande a César.
—Claro, lo magnifican. En este caso ayuda mucho a la épica que el joven Julio César tenga grandes contrincantes, como Sila y su lugarteniente Dolabella. Y sobrevivir a ellos, de hecho, es lo que acaba formando su carácter y su fortaleza. No es lo mismo que tu enemigo sea un chaval que te espera a la salida del instituto a que sea Putin. Lo de Sila y César es como lo de Putin y Navalni.
—Sus personajes son figuras históricas, pero ¿los siente como suyos?
—Sí. Al final te identificas. Sobre todo cuando pasas tantos años con ellos. Fueron seis con Escipión, siete con Trajano, cuatro con Julia Domna. Y si voy a pasar tantos años con un personaje puede tener dobleces y un lado oscuro, pero en su globalidad me ha de parecer admirable. Y César, con sus momentos oscuros, que irán apareciendo, es admirable en muchísimos sentidos. Muchas de las cosas que pongo en su boca y en la de su tío Cayo Mario, la gran influencia política y militar en la vida de César, son, de hecho, cosas con las que yo comulgo.
—¿Comulga, por ejemplo, con la cita de Pericles que Cayo Mario le suelta a César? «Es un patrón que se repite en la historia de manera cíclica, querido sobrino: políticos egoístas, corruptos y con frecuencia imbéciles que se aprovechan de una grave crisis para llegar al poder o mantenerse en él».
—Totalmente (se ríe). Y escribí eso durante el confinamiento, mientras veía a los políticos tirándose los trastos en mitad de una pandemia brutal. Hay que tener cuidado con la violencia verbal porque siempre es el preámbulo de las otras. Estaría bien enviar a nuestros políticos a Roma, en plan Erasmus temporal, para que volvieran escarmentados sobre lo que implica la lucha por el poder y las traiciones y no lo reprodujeran ahora.
—¿Representa Cayo Mario para usted una suerte de político ideal?
—Tanto igual no, pero es un político cuyas acciones son coherentes con lo que dice. Además de estar a favor de extender el bienestar a más gente, herencia de lo que los Gracos ya habían intentado un siglo atrás.
—Mario le da varios consejos que guiarán su vida. Sobre como ganar una guerra, por ejemplo. «Puedes fingirte cobarde y torpe, y aunque te insulten lo principal es no entrar en combate hasta que creas que puedes ganar».
—Es una gran lección. No enfrentarte cuando estás en inferioridad y esperar hasta que veas que puedes obtener la victoria. Y me fascina, porque le hace caso, aunque sea algo que va contra el impulso más común de reaccionar de inmediato al ser atacado, la defensa propia, que es, por cierto, todo lo que pueden hacer ahora los ucranianos. Putin, sin embargo, ha tenido la posibilidad de templar y calcular el momento idóneo en que él creía que podía obtener la victoria. Lo que ocurre es que se ha encontrado con más resistencia de la que pensaba, y en la medida en que se alargue la guerra el tiempo va en contra de Putin.
—¿Hablar de Cayo Mario ha sido parte de su motivación para contar a César?
—Bueno, es que para César fue su ejemplo a seguir. Más de una vez he pensado en dedicarle una serie de novelas, porque fue siete veces cónsul, transformó las legiones y, además, rellena el hueco histórico entre Escipión Africanus y César. Mario combatió junto a Escipión Emiliano en Numancia, tras cuya toma concluyeron las guerras contra los celtíberos, y fue seguidor de los Gracos, nietos de Africanus y los primeros en decir que había que repartir la tierra. Y así acabaron, claro, muertos a mazazos y arrojados al Tíber.
—Perturba esa brutalidad de los tiempos de Roma, pero lo cierto es que, a lo largo de la Historia, la violencia siempre ha sido el modo predominante de luchar por el poder. Y de preservarlo.
—Claro, es que lo que está haciendo Putin era lo habitual en el mundo hasta hace muy poco. La no violencia, a excepción de Gandhi, rara vez ha conseguido cambiar el curso de la Historia. Y los indios se enfrentaron a unos británicos que, aunque hicieron muchísimas barbaridades, tenían ciertos límites. Pero hay enemigos que desconocen el límite. Ante Hitler, ¿cómo respondes de forma pacífica? ¿Y ante Putin? Putin, de hecho, se cree un zar. ¿Y de dónde viene la palabra «zar»? De «César». ¿Y de donde deriva la palabra «kaiser»? De «César». En la novela cuento ese momento en que el nombre de César se convirtió en sinónimo de líder absoluto. Y para siempre. Pero mejor no hagamos spoilers.
—Cuando escribe estas novelas ambientadas en Roma, ¿busca también conectar ese periodo histórico con el presente?
—Sí, claro, muchos compañeros tuyos me preguntan: «¿Y cuando va a escribir usted sobre la actualidad?». ¡Pero si yo estoy hablando de la actualidad todo el rato! Porque Roma nos explica mucho a nosotros mismos. Por ejemplo, hay un momento en la novela en que Sila dice que va a configurar una nueva realidad.
—Sí, un nuevo orden.
—¿Y eso no te suena de nada?
—A George Bush.
—Claro. Yo siempre digo todo lo que pienso sobre el mundo actual desde Roma. Hago como hacía Plauto, que criticaba a los senadores de su época, pero situando sus obras en la Grecia de dos siglos antes. Aun así, tuvo problemas, porque a veces era tan evidente que le caían palos. Y como yo soy más precavido que Plauto sitúo mis opiniones veinte siglos antes. «¿Paralelismo, dice usted? No, oiga, que yo estoy hablando de Roma, de Sila» (se ríe).
—En todo caso, percibo en usted y en sus libros una fascinación total por sus personajes.
—Es cierto. Los personajes que he elegido, sobre todo Julio César, son figuras muy potentes y fascinantes que me atraen por sí solos, pero si llevo tantos años escribiendo sobre Roma es porque tiene algo más. En Roma está todo lo bueno y todo lo malo que somos, todos nuestros conflictos presentes.
—¿Por ejemplo?
—Hablamos ahora mucho de independencia judicial. Pues contar que Sila dictó una ley por la cual solo los senadores podían juzgar a senadores puede ser una adecuada advertencia para el presente. Imagínate que el presidente del gobierno decidiera que a los diputados solo los pueden juzgar diputados. Algún amigo me ha dicho: «Santiago, no des ideas». Pero es tan imposible que nuestros legisladores —o la mayoría— se lean esta novela que no me preocupa. Nunca se van a enterar. Y si alguno la lee dirá: «Coño, pero si en Roma ya tenían esto arreglado» (se ríe).
—Hombre, de 349 diputados alguno leerá, ¿no?
—Pues a juzgar por el modo en que actúan no se nota, porque si leyeran igual hubieran visto que lo que está pasando era previsible. Me aterra ver cómo estamos repitiendo el siglo XX: guerra, pandemia, burbuja económica y auge de los populismos —fascismo, nazismo y comunismo—, a los que siguió otra Guerra Mundial… La estupidez humana es lo más terrorífico del mundo. El ser humano puede ser igual de traidor, odioso y miserable —también leal y capaz de sacrificarse— que hace dos mil años. No se trata de vivir atemorizados —otra cosa que le gusta al poder—, pero debemos ser previsores y más inteligentes en ciertas cuestiones. Y eso nos lo enseña la Historia.
—Los currículos académicos, sin embargo, miran cada vez menos hacia el pasado…
—Es indignante, sí. Lo último ha sido quitar los números romanos. ¡Pero bueno! Me puedes llamar paranoico, pero quienes nos gobiernan desde 1978, de un color u otro, sólo desean que la gente sea lo más inculta posible para manipularnos y hacernos más influenciables. No tengo dudas. Es inaceptable que llevemos siete leyes de Educación en democracia; es la mejor prueba de la estupidez y el egoísmo de quienes nos gobiernan. En fin, hala, ya me he desahogado. Es que como profesor lo veo todo en primera línea de combate.
—¿Lo nota en las capacidades de quienes llegan a la Universidad?
—Claro, es que no hay que igualar hacia abajo. Hay que ayudar a los que están abajo, estimularlos, espabilarlos. Y eso, en buena medida, es tarea del profesor. Yo, al menos, llevo 30 años en ello.
—Hablando de educación. ¿Cree que, en general, todos creemos saber más de Julio César de lo que sabemos?
—Sin duda. Es el gran personaje de Roma, pero la gente no lo conoce. Pregunta a cualquiera. ¿Qué sabes de Julio César? Con suerte te dirán que si Cleopatra, que si las Galias, que lo mató Bruto… Y está muy bien, pero ¿de dónde viene?, ¿cuáles fueron sus ideales políticos?, ¿por qué cruzó el Rubicón? Es lo que yo pienso contar.
—La referencia más popular sobre Julio César es, de hecho, el personaje que aparece en Astérix.
—Ah, sí, sí, y me parece absolutamente brillante (se ríe). Ahí ves toda la colección en la biblioteca.
—Ese César es el rostro que visualizo cuando pienso en Julio César. ¿Y usted?
—Bueno, ese fue, desde luego, el primero que conocí. Que tiene momentos brutales, con mucha coña, sobre todo con Goscinny. Pero mi gran referencia es el César de Shakespeare: por belleza del lenguaje, por el mensaje épico… Eso es inconmensurable. De hecho, mi novela se abre con una cita de Shakespeare: «Los cobardes viven la muerte muchas veces, pero los valientes solo una».
—César tiene varios rostros en el cine: Rex Harrison, Louis Calhern, John Gavin, Ciarán Hinds, Alec Guinness… pero nunca se ha llevado su vida entera a la pantalla. ¿Serán sus novelas el gran impulso para ello?
—Eso estaría bien, porque nunca se ha hecho, como dices, una gran película sobre Julio César. Sería un proyecto carísimo y ciclópeo, claro, una serie más bien, y no creo que ningún productor esté muy por la labor. Roma, de HBO, es de lo mejor en ese sentido, aunque arranca tras la Guerra de las Galias y yo eliminaría por completo el personaje de Tito Pullo. Sé que cae muy bien, pero lo considero innecesario. Y meten esa gilipollez de que Cesarión, el hijo que tuvo con Cleopatra, podría ser suyo. ¡De un legionario! En fin.
—Que es algo sobre lo que usted escribirá en su momento. ¿Siente a veces ansiedad al ver todo lo que le queda por contar?
—Un poco, sí (se ríe), porque son muchas cosas por contar que la gente no sabe. Ahora que ya estoy inmerso en la segunda y hablo contigo de la primera es un poco esquizofrenia porque me tengo que contener.
—Para llegar a Bruto y el asesinato de César, por ejemplo, le queda mucho todavía…
—Sí, y tengo ganas de contarlo, porque es algo que no ha sido bien contado.
—Hombre, ya que ha llegado hasta aquí, tendrá que explicarse…
—A ver, Bruto no era su hijo, sino de Servilia, amante de César durante más de veinte años. Y si al morir pudo decir aquello de «hijo mío», sería por esa relación tan larga con su madre. Y eso de que llegó a adoptarlo me chirría mucho, porque, de haberlo hecho, Bruto habría exhibido la adopción para reclamar su herencia y Augusto, sobrino-nieto de César, no habría podido ser el heredero. De hecho, César se negó adoptar a Cesarión por eso mismo. Pero bueno, ya llegaremos a eso (sonríe).
—Volvamos al cine, entonces. ¿Qué le parece la película de Mankiewicz?
—Pues es genial, pero, como el original de Shakespeare, se circunscribe al final de su vida. De hecho, tienen más peso James Mason, como Bruto, y Marlon Brando, como Marco Antonio, que Calhern como César… Pero el problema de Hollywood con Roma es que no tiene ningún respeto por la historia.
—¿Lo dice por Gladiator y Cómodo?
—Por ejemplo, sí. ¿Qué necesidad hay de que Joaquin Phoenix mate a Richard Harris? ¡Señores, que Marco Aurelio murió de viruela! Y mira que Cómodo hizo perrerías, pero justo esa, pues no.
—La justificación dramática que ofrecen es que así se subraya su maldad para que el espectador no tenga dudas…
—Lo sé. Están convencidos de que la gente es tonta, que no entiende nada si no se lo dejas todo bien mascadito. ¿Conoces la anécdota de Wolfgang Petersen rodando Troya?
—Ilústreme.
—Petersen, alemán, quería usar en el caballo algo parecido a esos travellings maravillosos que metió en El submarino. Se reúne entonces con los productores americanos y le dicen: «No puedes hacer eso Wolfgang, te cargarías la sorpresa de que los griegos están dentro del caballo» (carcajadas). Y no hubo travellings, claro.
—¿Veremos algún día una serie a partir de alguna de sus novelas?
—La verdad es que siempre ando en negociaciones con los americanos para hacer una con Africanus, pero es que me ponen guionistas como que no. Les cuesta mucho entender, como te decía, que no necesitan inventarse nada. Recuerdo uno que me puso a Aníbal en el sitio de Sagunto arrojando una lanza por encima de las murallas y… Bueno, bueno, pero ¿qué me estas contando? ¿No te parece bastante bestia que viniera con elefantes, torres de asalto y demás para conquistar Sagunto? ¿Qué necesidad tienes de convertirlo en Superman? (carcajadas).
—La suyo es novela histórica, pero, más allá de la etiqueta, ¿cómo definiría lo que hace?
—Eso mismo me preguntaron los editores americanos cuando estaba negociando la traducción al inglés. No terminaban de entender el planteamiento de Roma soy yo hasta que les dije: «Es John Grisham con George R. R. Martin. Es decir, una novela de lucha brutal por el poder con el hilo conductor de un juicio». Y me dijeron: «Vale, ahora lo hemos entendido, la queremos» (se ríe). Y realmente es eso. De hecho, tuve la oportunidad de conocer a George R. R. Martin en la Feria del Libro de Guadalajara y le dije: «Yo hago lo que haces tú, pero con romanos» (se ríe).
—La lucha por el poder, cuanto más brutal, más atractiva, ¿no?
—Bueno, fue Borges quien dijo: «Una novela puede ir sobre tres asuntos: un viaje, una historia de amor o la lucha por el poder. Y hay novelas que van de todo». Esos son los temas. Y yo hago novelas que incorporan los tres.
—Antes de abrir su novela, pensé: ¿por dónde empezará a contarme este hombre la vida de César? ¿Su niñez? Y, la verdad, me sorprendió.
—Sí, empiezo por el juicio al senador Dolabella, lugarteniente y protegido de Sila, primer gran enemigo de César, y uno de los personajes más temidos y siniestros de aquella época. Se trata de un episodio muy desconocido de la vida de César, pero capital, porque le proporcionó su primer gran momento de popularidad. Gracias a ese juicio, digamos, se dio a conocer.
—A mucha gente le sorprenderá saber que en su juventud ejerció como abogado.
—Hasta a mi me sorprendió (se ríe).
—¿En serio?
—Sí, bueno, es que yo llevaba mucho tiempo sin saber bien cómo empezar la novela y cuando me encontré con este juicio fue uno de esos momentos eureka: «¡Joder, qué maravilla!». Buscaba algo que no se hubiera novelado, algo diferente y, a la vez, muy relevante, y descubro que lo habitual para un patricio como César era dedicarse de joven a la abogacía para, con su oratoria, darse a conocer en las basílicas de Roma. Y cuánto más famoso fuera el acusado o el denunciante, mejor.
—Alguien como, por ejemplo, Dolabella, acusado de corrupción, violación y asesinato.
—Así empieza mi relato, cuando todo el mundo le dice a César que ni se le ocurra aceptar ser el fiscal, porque Dolabella lo acabará asesinando. Pero él no escucha a nadie y decide ejercer la acusación. Y ese juicio cambiará su vida.
—Y en él se muestra su visión del mundo, sus ideales, como una proyección de su futuro…
—Sí, por primera vez el pueblo ve cómo César se desenvuelve en público y conoce lo que piensa. Y conoce también su valor, su coraje. ¡Y en un escenario como el Senado! Nosotros tenemos el nombre de César totalmente asimilado como una aclamación de épica y triunfo, pero en el año 77 A.C. era solo un apellido. Y aquí es cuando su nombre empezará a convertirse en sinónimo de líder absoluto. Y para siempre.
—Mientras escribe, ¿vive con frecuencia momentos de esos en que se le alinean los astros?
—Sí, sí, que se te encienden todas las luces y dices: «Día mágico, momento mágico, serendipia total». Me está pasando mucho con César. También en la segunda novela, donde se cruza con personajes que… ¿Ves? Cuesta contenerse… Pero, sí, se dice que cuando creas, en momentos muy concretos de gran placer, generas dopamina. Y pasas el día excitado. Yo disfruto muchísimo cuando estoy escribiendo un episodio o un diálogo y ves que todo fluye, que va muy bien. Eso es maravilloso. Y es lo que me pasó cuando encontré el juicio.
—¿Le llega un momento en que se dice «se acabó la documentación, ponte a escribir de una vez»?
—Si, claro. Esto es como el síndrome del doctorando. El doctorando tiende a seguir leyendo sobre el tema porque siempre hay un nuevo artículo, una nueva referencia… Y tienes que decirle: «Llevas dos años sin escribir una línea, así que siéntate y ponte a ello». Es lo que yo me aplico. Toda esta parte de aquí (señala a la biblioteca) es Roma. Puedo seguir leyendo y mirando cosas hasta el infinito.
—Tantos años dedicado a Roma, ¿no han reducido su necesidad de documentarse?
—Sí, cada vez es menor, porque hay muchísimas cosas, como la política, las legiones y muchas otras cosas, que ya se cómo van. En esta, por ejemplo, tuve que trabajar mucho para hacer el juicio a Dolabella. O con las batallas, para recrear los movimientos precisos de las tropas. La de Aquae Sextiae, sin ir más lejos, me dio mucho trabajo. Y es un hito histórico para Roma, porque Cayo Mario profesionaliza el Ejército con gente de la plebe. Fue una revolución. Que por eso les hace ese discurso de: «Sois la mierda de Roma, los senadores no confían en vosotros, os consideran escoria, pero yo sí confío en vosotros». Es épica pura.
—¿Ha soñado alguna vez con vivir como un César, con su triclinium, sus esclavos, sus orgías?
—(Se ríe) No, no. A ver, no me importaría un viaje al pasado, temporalmente, pero para vivir bien, evidentemente. Tienes que dejarme ser un rico senador bien posicionado. Te prometo que defenderé los derechos de la plebe (se ríe). Aunque iría siempre con mi pugio encima por si algún rival político intenta asesinarme. Ahora que lo pienso, creo que prefiero ser un escritor apadrinado por algún mecenas, tipo Virgilio. Ahí me veo más. Porque si es como la máquina del cambiazo de Mortadelo y Filemón, que no sabes dónde vas a salir y aparezco en la arena ante un león o un gladiador, para eso mejor no hacer el viaje.
—¿Soñaba de niño con dedicarse a la escritura?
—Siempre. Recuerdo que con siete u ocho años hice un cuento infantil y, al leerlo en clase, todos se rieron de mí porque utilicé la palabra «entonces» como veintidós veces. Pero en vez de abandonar me fui todo enfurruñado y me dije: «Tengo que aprender a hacer esto mejor». Lo recuerdo bien. Luego en la adolescencia escribí poesía, relatos y, ya en la Universidad, intenté una novela negra —sobre un atentado de la extrema derecha contra el entonces príncipe Felipe, contada desde su guardaespaldas— que a nadie interesó. Y después una novela erótica que envié a La Sonrisa Vertical, y lo mismo: nada. Ya sabes, tiempos de juventud, mucha hormona suelta (se ríe).
—Conoció Roma con seis años… ¿Fue el inicio de su pasión?
—Es verdad que fue un viaje feliz de la infancia, con buenos recuerdos, y que todo me impresionó muchísimo, pero no hice ninguna declaración en mitad del Coliseo en plan: «De mayor escribiré trilogías sobre Roma» (carcajadas). Aunque alguna semillita debió de quedar.
—¿Sus inquietudes culturales le vienen de familia?
—A mis padres les gustaba la cultura y, dentro de sus posibilidades, nos llevaron a Francia, Portugal e Italia. Tengo grandes recuerdos de esos viajes. Mi padre fue maestro de joven, aunque luego se fue al sector comercial, donde ganaba más dinero. Y mi madre también fue maestra, hasta que se casó. Pero en mi casa siempre había libros y mis padres leían mucho.
—Presenta a César enamorado de su mujer y con un sentimiento muy puro hacia su madre, subrayando la importancia de los personajes femeninos en su vida.
—Es que son muy importantes. Él crece entre mujeres: dos hermanas, madre y esposa. Y luego tiene una hija; Julia. La relación con las mujeres es muy importante.
—Le llaman «feminista« por dar voz a las mujeres de la Historia. ¿Se siente a gusto con la etiqueta?
—A ver, pero ¿qué es feminismo? Cada cual lo entiende de forma diferente. Yo soy una persona que cree firmemente en la igualdad de género y de oportunidades, y no solo ante la ley, sino en todo. E intento contribuir a ello poniendo, a veces, el foco en las mujeres, casi siempre a la sombra o, incluso, borradas de la Historia. Las novelas de Julia Domna y la serie El corazón del imperio, para Movistar Plus+, demuestran claramente que es un tema que me interesa. Además, es que no se puede hablar de César sin contar con las mujeres con las que compartió su vida.
—La historia de amor en César es, quizá, de lo que más va a sorprender al lector…
—Puede ser, sí, porque su relación con Cornelia, de amor puro y juvenil, no se repetirá en su vida. Su matrimonio posterior con Pompeya fue de índole política, y en el de Cleopatra, que lo volvió del revés, se mezclan pasión y política. Pero ya llegaremos ahí… Hablamos dentro de diez años (se ríe).
—A lo largo de su carrera, ¿cuántas veces le han preguntado qué parte es ficción y qué parte es histórica?
—Como para contarlas (carcajada). Pero la respuesta es: mitad y mitad. Pongo todo lo que se conoce de la Historia y me invento los diálogos, aunque también incluyo, si puedo, citas de personajes concretos. Como a Sila diciendo: «En ese César hay muchos Cayo Mario», recogido en Suetonio, en Plutarco.
—¿Se inventa, entonces, el momento en que se conocen César y Cornelia?
—Claro. Sabemos que fue un matrimonio, aunque político, muy feliz. Pero ¿qué se decían? Eso no está en ningún lado. Me lo tengo que inventar. El límite es: no puedo alterar la Historia. Y me lo pasé muy bien creando ese momento, porque están haciendo juntos una travesura: escuchar a los adultos. Pero, de pronto, se enteran de que pactan la boda entre ambos (se ríe). En las novelas de Trajano, sin embargo, el matrimonio con Pompeya Plotina, exclusivamente político, no permite una historia de amor. Él era homosexual y nunca la quiso, pero la trató con corrección y llevaban vidas separadas; hay frialdad y distancia, pero se respetan. Siempre indago en la relación personal y, a partir de ahí, construyo diálogos y encuentros.
—Muestra, por cierto, a un joven César admirable, astuto, inteligente, valeroso y enamorado en un mundo inestable y peligroso, pero tendrá que evolucionar hacia un César despiadado, ¿no?
—Te agradezco que me lo preguntes, porque ya me pasó con las primeras novelas de Escipión y Trajano, que la gente me decía que los pintaba sin mácula. Pero es que hasta los veintipocos años es difícil encontrar sombras en la vida de una persona porque no ha recibido muchos golpes ni ha tomado decisiones de moralidad compleja. Así que este primer César es idealista y defiende los derechos de la plebe, pero son seis novelas… Todo se andará.
Fonte: https://www.zendalibros.com/santiago-posteguillo-el-ser-humano-puede-ser-igual-de-traidor-odioso-y-miserable-que-hace-2000-anos/?utm_campaign=20220408&utm_medium=email&utm_source=newsletter
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