Manuel Arias Maldonado*
No cabe duda de que la igualdad económica es el tema de nuestros días,
aunque no podemos anticipar durante cuánto tiempo seguirá siéndolo. Se
trata de una preocupación cíclica que reaparece cada vez que el
optimismo de las expansiones da paso al pesimismo de las depresiones. En
este caso, la conversación pública ha estado marcada por el impacto del
best-seller de Thomas Piketty, precedido y continuado por contribuciones de desigual calidad1.
Son presupuestos dominantes del debate la condena de la desigualdad
económica como mal indiscutible y la defensa de la igualdad como fin
universalmente deseable. Pero no todo el mundo está de acuerdo, sin ser
por ello neoliberales recalcitrantes o libertarios irredimibles. Hace
unas semanas aparecía en Estados Unidos un librito en el que el filósofo
norteamericano Harry G. Frankfurt discute esa premisa mayor y sostiene
que la igualdad económica carece de valor moral intrínseco2,
sin que nuestro autor sea por ello indiferente a las consecuencias de
la desigualdad. Merece la pena, a la vista de la originalidad de su
posición, prestarle atención.
Para Frankfurt, la desigualdad económica puede ser indeseable, pero lo
será porque tiende a generar desigualdades inaceptables de otro tipo
(por ejemplo, disparidades en la influencia política o social de
individuos o grupos), no porque la igualdad sea un bien moral
intrínseco. Y si la desigualdad económica se caracteriza por su
«inherente inocencia moral», sostiene, es un error adoptar el
igualitarismo como un ideal moral. Para Frankfurt, nuestros conceptos
políticos y morales debieran más bien orientarse a garantizar que todos
tenemos suficiente. De manera que la lucha contra la pobreza y
el propósito de asegurar un bienestar suficiente a todos es más
importante que combatir la desigualdad. Traducido a los términos del
debate contemporáneo, esto implicaría una menor obsesión por el célebre
1% y una mayor atención a quienes ocupan los estratos más
desfavorecidos: ignorar a los plutócratas para concentrarnos en la
construcción de la clase media.
¡Escándalo! Pero sólo en parte. Es éste un debate conceptual lleno de
matices y arremeter contra sus protagonistas con argumentos de brocha
gorda no lleva a ninguna parte. El propio autor subraya que su discusión
del problema obedece a intereses analíticos, al margen de cualquier
ideología política. En ese sentido, Frankfurt no se priva de señalar que
quienes viven en una excesiva opulencia son culpables de una
«glotonería económica» que produce en ellos mismos un efecto psicológico
y moral negativo, al tiempo que ofrece a los demás un triste
espectáculo: el consumo conspicuo como orgía de banalidades. Dicho esto,
no olvidemos que la atención a los más ricos se incrementa durante las
crisis, momento en que una obscena comedia de costumbres –la isla
privada, la piscina, los visones– muta en hiperbólico relato de
hegemonía: ellos mandan y nosotros obedecemos. Pero Frankfurt cree que
la mayor influencia de que gozan quienes más tienen debe ser combatida
por medio de leyes y regulaciones que eviten tal abuso, no a través de
políticas dirigidas a generar igualdad económica. Porque
desde el punto de vista moral, no es importante que todos hayan de tener lo mismo. Lo que es moralmente importante es que cada uno tenga suficiente.
Frente al igualitarismo, que considera deseable que todos tengamos
cantidades parecidas de ingresos y riqueza, Frankfurt opone así la
«doctrina de la suficiencia». Ha de aclararse que ésta no se opone por
principio a la implantación de políticas económicas igualitaristas, si son necesarias para promover otros fines
sociales y políticos deseables. En todo caso, el valor de la igualdad
será derivativo e instrumental, no intrínseco. Entre otras razones,
porque el igualitarismo económico provoca una distorsión en el modo en
que evaluamos las condiciones de nuestro bienestar: en lugar de guiarnos
por nuestras propias ambiciones e intereses, atendemos a la cantidad de
dinero que tienen los demás. Ya que
la cantidad de dinero disponible por otros nada tiene que ver con lo que se necesita para llevar el tipo de vida que una persona perseguiría sensata y adecuadamente para sí misma.
Dicho de otro modo, la comparación con los demás nos distrae, haciendo
más difícil que descubramos aquello que de verdad deseamos: aquello, en
fin, llamado a satisfacernos. Para Frankfurt, exagerar la importancia
moral de la igualdad económica termina por ser alienante.
Nuestro estatus económico en comparación con el de otras personas, en
suma, no debería tener influencia alguna sobre el proceso de fijación de
las prioridades vitales: menos inspección y más introspección.
Un aspecto interesante del planteamiento de Frankfurt es su refutación
de la tesis de la utilidad marginal decreciente, sostén frecuente de los
argumentos igualitaristas. De acuerdo con éste, la utilidad marginal
del dinero va decreciendo a medida que se acumula: diez euros es una
fortuna para quien tiene sólo uno, pero un millón de euros no es nada
para quien ya posee otros doscientos. Para que esa premisa se sostenga,
ha de añadirse otra según la cual todos propendemos al mismo disfrute de
las utilidades. Frankfurt discute ambos presupuestos. Por un lado,
señala que en cualquier nivel de consumo existen grandes diferencias en
las utilidades derivadas por distintos consumidores: por razones
diversas, algunas personas disfrutan más de sus bienes que los demás.
Por otro, matiza, aunque la utilidad de los bienes adquiridos puede
decrecer marginalmente, la utilidad del dinero como tal no lo haría:
porque el dinero, como señalara Georg Simmel, posee un valor abstracto
de uso versátil y, como apuntó Albert Hirschmann glosando a Simmel, su
posesión no decepciona como lo hacen los bienes adquiridos gracias a él3.
Pero es que hay bienes que tampoco nos cansan: aquellos que acumula un
coleccionista o los que disfrutamos tras haber aprendido a disfrutarlos
(en general, los ligados a actividades culturales o de conocimiento, o a
los hobbies concienzudos de todo tipo). Por eso, Frankfurt
habla de «umbrales de utilidad» que, curiosamente, pueden alcanzarse
gracias a ese euro extra que debería carecer de importancia según la
teoría de la utilidad marginal decreciente: el euro número seis mil que
culmina un proceso de ahorro cuyo propósito es adquirir un grabado de
Durero o un equipo de alta fidelidad. Se deduce de todo esto una
conclusión importante, a saber: que una distribución igualitaria de los
ingresos bien puede no maximizar la utilidad agregada, e
incluso podría minimizarla. Porque no se trataría únicamente de atender a
quién tiene cuánto, sino que también importa la utilidad que cada uno
deriva de lo que tiene.
Nuestra intuición moral de que la desigualdad es un mal obedece, para
Frankfurt, al hecho de que quienes tienen menos tienen, a menudo,
demasiado poco. Más aún, nos dejamos llevar por la intuición de que unos
tienen demasiado poco porque otros tienen demasiado, aunque no
sea el caso: falacia de la suma cero. Más que una discrepancia
relativa, en fin, objetamos una deficiencia absoluta. Y de ahí su
defensa del suficientismo:
Mostrar que la pobreza es imperiosamente indeseable no demuestra por sí
mismo en absoluto que lo mismo pueda decirse de la desigualdad. [...]
Las situaciones que implican desigualdad son moralmente perturbadoras
sólo en la medida en que violan el ideal de la suficiencia.
Ahora bien, ¿qué significa tener suficiente? No se trata de alcanzar un
límite, propone Frankfurt, sino de cumplir con un estándar. Porque el
suficientismo no postula que baste con evitar la miseria económica, sino
que cada persona debe ser capaz de establecer su propio límite: allí
donde está contenta con lo que tiene. Esta satisfacción vital se expresa
cuando uno deja de buscar activamente tener más. De aquí no se sigue
que esa persona no prefiriese, ciertamente, tener más. Pero
Incluso aunque sepa que podría obtener una satisfacción aún mayor en su
conjunto, no siente el desasosiego ni tiene la ambición que lo
inclinarían a buscarlo.
Esa conclusión no tiene por qué asentarse en una comparación
extrínseca, entre nuestras circunstancias actuales y las circunstancias
posibles, sino que, deseablemente, debería basarse en un juicio
intrínseco sobre nuestra existencia. Tener menos, dice Frankfurt, no
significa tener poco. La desigualdad es una relación formal que nada
dice sobre la deseabilidad de la posición que ocupa cada parte:
No hay una conexión necesaria entre encontrarse en el estrato más bajo
de una sociedad y ser pobre, en el sentido en que la pobreza constituye
una barrera seria y moralmente objetable para una vida buena.
En otras palabras, el problema es que una vida sea buena o mala en sí
misma y no en comparación con otras. Si vivo contento con mis aficiones o
mi familia o mi indolencia, y gozo de un bienestar material suficiente y
de suficiente protección estatal, ¿por qué habría de importarme que
otros vivan en Beverly Hills? ¿Por qué esa desigualdad es un mal en sí
mismo? ¿Por qué, en fin, hemos de querer lo que otros tienen? Frankfurt
afirma que la igualdad es menos importante que el respeto y, por tanto,
la imparcialidad: hemos de tratar a las personas del mismo modo si nada
sabemos sobre ellas que justifique un trato diferente. Pero si un trato
diferente está justificado –distintos méritos o esfuerzos,
discriminación pasada injusta, padecimiento de una discapacidad–, tratar
a todos por igual implicará una injusticia.
Hasta aquí, los argumentos de Frankfurt. ¿Es Harry Frankfurt el
anti-Piketty? No exactamente. En el marco de los debates contemporáneos
sobre la justicia –cuyo presupuesto es la moderna convicción de que una
sociedad justa exige un cierto grado de justicia distributiva–,
Frankfurt se sitúa entre aquellos que toleran un cierto grado de
desigualdad siempre y cuando los más desfavorecidos nunca
caigan por debajo de un umbral de bienestar determinado. Hablamos de
justicia distributiva antes que correctiva, que es aquella que persigue
enmendar injusticias pasadas; principios estos que pueden confundirse
fácilmente si juzgamos que las circunstancias sociales de origen pueden
ser una injusticia en sí mismas; un camino teórico que conduce a un
callejón sin salida. Y es que aquí se sitúa la gran dificultad para
cualquier teoría de justicia distributiva, un problema que también asoma
en cualquier conversación de sobremesa: dónde trazar la línea que
separa las circunstancias socioeconómicas no elegidas de la
responsabilidad individual en la conformación del propio destino.
Frankfurt es uno de los principales representantes del suficientismo,
que es una de las muchas respuestas posibles al problema de la justicia
distributiva. También tolerante de las desigualdades, por su parte, el prioritarianismo defiende que las políticas públicas han de dar prioridad a los más desfavorecidos, aunque ya
gocen de un bienestar suficiente. Ante ambos, los igualitaristas
responden que acabar con la privación absoluta no basta: las privaciones
relativas nos hacen vulnerables al superior poder o influencia de
quienes más recursos tienen. De otro modo, sugieren, la reciprocidad en
que se fundamenta el orden social podría verse dañada por darse la
impresión de que los más aventajados han obtenido esa ventaja en solitario
sin beneficiarse de una cooperación que se produce en todos los órdenes
sociales. Es decir, que nadie se hace rico en solitario: cualquier
triunfador debe una parte de su éxito a la sociedad. Algo que, por
ejemplo, parece reconocer implícitamente la fuerte tradición
filantrópica anglosajona. Pero entre los igualitaristas mismos hay
discrepancias a la hora de definir en qué habríamos de ser
iguales. Para unos, todos los individuos deben ver atendidas, y en la
medida de lo posible satisfechas, sus necesidades y preferencias (lo que
plantea el problema de su subjetividad intrínseca, al que Frankfurt
alude); para otros, entre los que se contarían John Rawls y Ronald
Dworkin, asegurar el bienestar de todos es imposible: proporcionémosles
entonces recursos iguales4.
Se apunta así hacia la ambigua noción de la igualdad de oportunidades,
que dejaría a los individuos ante la responsabilidad de gestionarlas. La
conocida teoría de las capacidades de Amartya Sen,
que no se conforma con suministrar recursos, sino que exige garantizar
que cada individuo va a gozar de ciertas capacidades básicas, se
situaría en un plano intermedio: entre el suficientismo y el
igualitatismo de los recursos.
No obstante, hablar de igualdad de oportunidades sin mayores
especificaciones supone desatender aspectos particulares de la misma que
dan idea de la dificultad de su consecución, vale decir, de la
consecución de algo razonablemente parecido a la igualdad de
oportunidades. Por ejemplo, queda en penumbra la persona del agente que
necesita esas oportunidades, el objetivo específico que trata de
perseguir o el obstáculo que ha de removerse para su consecución: quién,
qué, cómo5.
Tratar de suprimir el pluralismo valorativo propio de las sociedades
complejas por medio de una igualación a palos supone así ejercer una
excesiva violencia sobre nuestra natural diversidad: no de talentos, en
este caso, sino de evaluaciones. Hay incluso pensadores para quienes la
presunción de igualdad carece de toda lógica empírica y debería ser
reemplazada, de hecho, por una presunción de desigualdad. Así Louis
Pojman:
Tomemos cualquier capacidad o habilidad: la razón, la buena voluntad,
la capacidad para sufrir, la capacidad para deliberar y elegir
libremente, la capacidad para tomar decisiones morales y ejecutarlas
[...] y parece que los seres humanos (por no mencionar a los animales)
difieren en el grado en que poseen esas capacidades y habilidades6.
Esa diversidad de caracteres y capacidades parece ser lo que Frankfurt
tiene en mente cuando subraya la conveniencia de que cada uno busque por
sí mismo, sin compararse con los demás, la definición de aquello que le sea suficiente. Su interés se centra en el proceso de formación de nuestras preferencias vitales, descontado que sería injusto que una sociedad desatendiera las necesidades básicas
de sus miembros. Y su recomendación principal es que olvidemos a los
demás. Por emplear la popular expresión anglosajona, keeping up with the Joneses implica una pérdida de autonomía: es dejar que nuestro nivel de satisfacción sea heterónomamente definido. ¡Todos al spa!
Pueden plantearse dos críticas principales al suficientismo de
Frankfurt. Por un lado, que una persona deje de buscar activamente una
mejora de su situación material no tiene por qué indicar satisfacción
con su vida. Richard Arneson sugiere que quizá una persona razonable siempre quiera
más de lo que tiene y que la decisión de no buscarlo puede ser parte de
una estrategia maximizadora que tome en consideración los costes de hacerlo7.
Podemos ser así víctimas de obstáculos estructurales, por ejemplo en el
acceso a la educación, que nos desanimen; a continuación, preferimos
adaptarnos a nuestra situación, a fin de no frustrarnos con ella: la
satisfacción pasiva nace entonces de una imposibilidad activa. No
obstante, hay razones para pensar que no todos los individuos querrán
siempre tener más recursos materiales: pensemos en el monje benedictino y
el anticapitalista. Igualmente, Frankfurt acierta cuando apunta hacia
aquellos que, por debilidad de carácter o pereza de espíritu, renuncian a
hacer aquellos esfuerzos que serían necesarios para lograr esa mejora.
Más difícil es soslayar la segunda objeción. Frankfurt insiste en que
la atención a los demás contamina el proceso de fijación de nuestras
propias preferencias y, por tanto, necesidades. Sin saberlo o quererlo,
dejamos que sean los demás quienes influyen comparativamente sobre
nuestro umbral de satisfacción, la mayor parte de las veces dificultando
el descanso que sigue a una declaración de suficiencia: porque
seguimos comparándonos sin pausa. Curiosamente, Frankfurt parece creer
que necesita de esta completa autonomía de juicio para sostener su
afirmación de que la igualdad económica carece de valor moral
intrínseco; pero no es así.
Seguramente, sería deseable que pudiéramos fijar nuestras preferencias y
alcanzar nuestro umbral de satisfacción material de manera autónoma:
ignorando a la familia Jones. Pero parece una aspiración poco realista. Y
quien más ha hecho por así demostrarlo es un pensador formidable que
acaba de fallecer: René Girard. A través de una singular combinación de
antropología, sociología, filosofía e historia cultural, Girard levantó
una teoría sobre los orígenes de la cultura y la naturaleza de los
órdenes sociales en cuyo centro se encuentra precisamente la emulación
competitiva entre individuos. Es lo que él mismo llamara «deseo
mimético»8.
Para Girard, nuestro deseo surge siempre de la imitación del deseo de
otro, tomado como modelo. Ese deseo tiende al antagonismo y ha de ser
sujetado por la cultura, para evitar el conflicto violento entre
distintas envidias. Girard recuerda la prohibición explícita del deseo
mimético –de la envidia– en la Biblia:
No codiciarás la casa de tu prójimo, no desearás la mujer de tu
prójimo, ni su siervo ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa
alguna de tu prójimo (Éxodo, 20: 17).
Se trata de un mandato de gran sagacidad, porque identifica un rasgo
humano universal: el deseo de lo que pertenece a otro. El deseo
mimético, dicho sea de paso, permitiría explicar con facilidad las
razones del éxito del capitalismo tanto como las causas de su
impopularidad (cuando vemos frustrado nuestro deseo de tener al menos lo mismo que los demás, aunque a veces los demás sean quienes forman nuestro habitus
o ecosistema social de referencia). No en vano, somos simultáneamente
sujetos y objetos de deseo mimético: deseamos el coche de Juan, mientras
Pedro envidia nuestra casa. Yo añadiría que deseamos el bienestar percibido
en los demás, aun cuando éstos puedan ser tan infelices como nosotros.
Las vidas ajenas son estetizadas por nuestra mirada –la mirada del
deseo, que engalana a su objeto– y eso las dota de un atractivo
especial. Por su parte, se diría que los bienes posicionales (aquellos
que derivan su valor de ser poseídos por unos pocos y abandonados cuando
todos acceden a él) y los bienes exclusivos (un cuadro de Picasso) son
una expresión adicional del mimetismo, por cuanto evitan que una
igualación completa pueda jamás tener lugar.
Por otro lado, Girard subraya que, si todo deseo pasa por los otros, la
distinción entre deseo auténtico y deseo inauténtico –tan romántica–
carece de sentido. Además, en nuestra época no hay distinciones entre
los contenidos de deseo de las distintas clases sociales (acaso con la
excepción, apuntada por Frankfurt, de aquellos bienes culturales que
requieren para su debido disfrute de una exigente formación previa).
Habría que añadir que el deseo mimético cumple una función decisiva de
transmisión cultural: por eso existe. En palabras del propio Girard,
El deseo mimético es lo que nos hace humanos, lo que nos permite
escapar a los apetitos rutinarios, puramente animales, y construir
nuestra identidad, que no puede en modo alguno crearse a partir de la
nada. La naturaleza mimética del deseo es lo que nos hace capaces de
adaptación, es lo que proporciona al hombre la posibilidad de aprender
todo cuanto necesita saber para poder participar en su propia cultura.
Esta última no se la inventa el sujeto, sino que la copia.
Dejando esto a un lado y volviendo a nuestro tema, es evidente que la
tesis de Frankfurt –según la cual debemos fijar nuestras preferencias
sin tener en cuenta a los demás– no es de este mundo. Si el deseo se
forma a través de los demás, porque tal es su naturaleza, jamás podremos
aislar nuestra formación de preferencias de la influencia de las
preferencias –o posesiones– ajenas. El suficientismo, en suma, pide un
imposible. Incluso el deseo religioso de pobreza y la renuncia
ideológica a los bienes materiales pueden entenderse por oposición a la popularidad del deseo opuesto. Y, desde luego, el resentimiento social
que demanda una igualación política de los ingresos tiene mucho que ver
con la pertinaz frustración del deseo mimético allí donde se avería el
ascensor social o aparecen movimientos organizados que canalizan en esa
dirección las aspiraciones no satisfechas de una parte de la población.
Dicho esto, no deja de ser un objetivo deseable que, en la medida de lo
posible, sometamos el impulso mimético a una reflexión suplementaria
que nos permita personalizar nuestras preferencias. Ganar
autonomía de juicio en relación con la propia vida significa, en este
contexto, tomar conciencia de la influencia del deseo ajeno en el
nuestro. Es la recomendación que hacía el propio Girard, para quien lo
esencial es la conciencia de que nuestro deseo es mimético aun cuando no
creamos que lo sea, lo que, paradójicamente, ya lo hace más auténtico a
fuer de más reflexivo. No me resisto a transcribir la ironía con la que
Girard ilustra este punto:
Así, Martin Heidegger se cree ajeno al mimetismo ambiental, al das Man,
es decir, cree que a él no le afecta el «seguidismo» de los que creen y
desean todo cuanto «se» cree y «se» desea alrededor de ellos. Sin
embargo, lo cierto es que en un momento en que «se» era nazi, Heidegger
también lo era.
En cualquier caso, la importancia del fenómeno mimético no arruina el
argumento de Frankfurt. El igualitarismo no se hace deseable por el
hecho de que no podamos prescindir de la influencia de los demás en el
momento de fijar nuestra propia preferencia. Es más, ¿acaso no se
arruinaría el mecanismo cultural que pone en marcha el deseo mimético,
fuente de transmisión cultural y de innovación social, si se impusiera
una política económica salvajemente igualitaria? Por esa misma razón es
tan difícil que otro tipo de suficiencia, la predicada por los
decrecentistas preocupados por el respeto a los límites ecológicos,
pueda generalizarse: porque el deseo, por definición, es dinámico. Si
todos tuviéramos franciscanamente poco, nada habría que desear del otro
(aunque la anterior cita bíblica sugiere que incluso allí donde hay poco
siempre habrá algo que envidiar).
Sea como fuere, la posición suficientista no carece en absoluto de
interés. Sobre todo, su insistencia en que el valor de la igualdad es
instrumental en lugar de inherente y el recordatorio de que las
diferencias de estatus son compatibles con niveles elevados –pero no
iguales– de bienestar. De hecho, no sería tan atrevido afirmar que el
suficientismo es compatible con algunas versiones del igualitarismo. Más
concretamente, con la variante rawlsiana que se fija como objetivo la
igualdad de los recursos iniciales mínimos de que han de disponer todos los miembros de una sociedad justa. Esta provisión inicial legitimará los resultados que se deriven a posteriori,
según el acierto o la fortuna con que se desenvuelva vitalmente cada
uno en sus profesiones y empeños. De este modo, quienes no estén
dispuestos a hacer el esfuerzo necesario para mejorar su condición no
tendrá el derecho a verla mejorada exógenamente, siempre y cuando la
estructura de oportunidades sea lo bastante abierta como para que
quienes sí lo hacen –con acierto o suerte– puedan verla mejorada. Huelga
decir que quienes se quedan por el camino habrán de recibir, asimismo,
suficiente asistencia pública: como perdedores del juego al que todos
contribuimos, esto es, por razones de reciprocidad. No cabe duda de que
un exceso de desigualdad, sean cuales sean sus causas, es
desaconsejable; lo mismo cabe decir, seguramente, de su contrario. Es un
debate sin final, porque su final equivaldría a la desaparición de las
sociedades tal como las conocemos. Pero en la maraña de argumentos que
lo alimentan, resulta saludable prestar atención a los originales
matices que nos aporta el suficientismo.
11/11/2015
1. Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI,
trad. de Francisco J. Ramos y Ana Escartín, Madrid, Fondo de Cultura
Económica, 2014. Unos años antes, preparaban el terreno Richard
Wilkinson y Kate Pickett con Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva,
trad. de Laura Vidal, Madrid, Turner, 2009, cuyas tesis sobre los
efectos de la atmósfera de una sociedad desigual merecieron la crítica contundente
del reciente premio Nobel de Economía, Angus Deaton, experto en la
medición de la desigualdad. Más recientemente, Anthony B. Atkinson ha
publicado una suerte de summa de su trabajos previos al
respecto donde detalla las políticas públicas que considera más
apropiadas para combatir el aumento de la desigualdad: Inequality. What Can Be Done, Cambridge, Harvard University Press, 2015. ↩
2. Harry G. Frankfurt, On Inequality, Princeton, Princeton University Press, 2015. Anteriormente, del mismo autor, véase «Equality as a Moral Ideal», Ethics, vol. 98, núm. 1 (octubre de 1987), pp. 21-43. ↩
3. Georg Simmel, Philosophie des Geldes, Berlín, Anaconda, p. 238; Albert Hirschmann, The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism before Its Triumph, Princeton, Princeton University Press, 1977, pp. 55-56. ↩
4. John Rawls, A Theory of Justice, Cambridge, Harvard University Press, 1971; Ronald Dworkin, «What Is Equality? Part 2: Equality of Resources», Philosophy & Public Affairs, vol. 10, núm. 4 (otoño de 1981), pp. 283-345. ↩
5. Peter Westen, «The Concept of Equal Opportunity», Ethics, vol. 95, núm. 4 (julio de 1985), pp. 837-850. ↩
6.
Louis Pojman, «On Equal Human Worth. A Critique of Contemporary
Egalitarianism», en Louis Pojman y Robert Westmoreland (eds.), Equality. Selected Readings, Nueva York, Oxford University Press, 1997, p. 294. ↩
7. Richard J. Arneson, «Equality», en Robert E. Goodin et al. (eds.), A Companion to Contemporary Political Philosophy, Malden, Wiley-Blackwell, 2012, pp. 593-611. ↩
8. Véase, por ejemplo, René Girard, La violencia y lo sagrado, trad. de Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 1995. Una estupenda introducción general a su obra es Los orígenes de la cultura. Conversaciones con Pierpaolo Antonello y João Cezar de Castro Rocha, trad. de José Luis San Miguel, Madrid, Trotta, 2006 (de donde están extraídas las dos citas aquí reproducidas). ↩
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Fonte: http://www.revistadelibros.com/blogs/torre-de-marfil/igualdad-para-que?&utm_source=newsletter&utm_medium=email&utm_campaign=nl20151111
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