Manuel Arias Maldonado*
El escritor francés Emmanuel Carrère nos relata en El Reino
‒entre otras cosas‒ la historia de su breve experiencia como creyente
católico a comienzos de los años noventa, cuando una crisis personal le
condujo a la fe. Su planteamiento es individualista: una búsqueda
subjetiva del sentido que, en el caso de Carrère, incluyó un exhaustivo
comentario del Evangelio de San Juan. «Ser yo se me hizo literalmente
insoportable», escribe: el fardo de la existencia se le había hecho
demasiado pesado. A la evangélica edad de treinta y tres años, el
escritor francés es instruido por su madrina; instruido en una vida
espiritual encaminada a conquistar el reino interior al que alude el
título de su libro. Pero sus reflexiones arrancan, veinte años después
de ese chispazo religioso que le duraría tres años, con un sentimiento
de extrañeza ante la posibilidad de que haya fieles que crean todavía
hoy aquello que cuenta la Biblia:
Si se les pregunta, responderán que creen de verdad que hace
dos mil años un judío nacido de una virgen resucitó tres días después de
ser crucificado y que volverá para juzgar a los vivos y a los muertos.
Responderán que esos acontecimientos constituyen el centro de su vida.
Un año después era Michel Houellebecq quien entregaba a la imprenta una novela, Sumisión,
que bajo la forma de una distopía política esconde una meditación sobre
el desencantamiento del mundo posreligioso y sus consecuencias para la
identidad del individuo moderno. François, profesor universitario
especializado en Joris-Karl Huysmans, que no por casualidad es un
escritor francés del siglo XIX convertido al catolicismo, sigue una
trayectoria similar al Carrère de 1990: descontento con su vida, trata
de encontrar en la religión una salida a su laberinto personal. También
aquí nos encontramos ante todo con el proyecto individual de un
occidental sofisticado; la diferencia es que François, en un pasaje que
ya hemos traído a colación anteriormente en este blog, no recibe la
gracia. Su intentona culmina con la estancia, durante varias semanas, en
Rocamadour, donde visita a la célebre Virgen negra de la capilla de
Notre-Dame. A pesar de su grandeza, nos dice el narrador, sentía perder
el contacto con ella:
Al cabo de media hora, me levanté, definitivamente abandonado por el
Espíritu, reducido a mi cuerpo deteriorado, perecedero, y descendí
tristemente los peldaños en dirección al aparcamiento.
Ambos, Carrère y Houellebecq, nos hablan así de la experiencia del
creyente en una época individualista: del intento por encontrar un
sentido a la existencia a través de la religión. Los dos buscan una
relación personal con la divinidad que colme su necesidad de
trascendencia. Y no es un enfoque desacostumbrado: podemos pensar en
Søren Kierkegaard, en Graham Greene, en Bob Dylan. Entre nosotros,
Javier Gomá ha dedicado un hermoso libro al problema de la inmortalidad
del alma, donde también se pone el acento en la dignidad individual que
la desaparición física parece negarnos y en la consiguiente afirmación
de la misma a partir de la «super-ejemplaridad» de Jesús de Nazaret.
Pero también algunos ilustres blasfemos, como nuestro Luis Buñuel,
indagan en la dimensión individual de la creencia religiosa (en Nazarín) o ponen el acento en el aparente absurdo que revisten muchos aspectos de la teología cristiana en los que nadie podría creer de verdad (en La vía láctea).
Es natural, en fin, que nos fijemos en el individuo. Pero, aprovechando
la llegada de unas fiestas navideñas que todavía tienen como pretexto
una festividad religiosa, quizá podamos acercarnos al fenómeno religioso
de otra manera. Y de una que, a diferencia de lo que hoy parece
habitual, sitúe en un segundo plano la experiencia espiritual del que es
creyente o aspira a serlo.
Sobre esa pista nos pone el filósofo británico Tim Crane en un libro recién publicado, cuyo contenido adelantó en las páginas de The Times Literary Supplement el
pasado 3 de noviembre con un artículo titulado «Join the club. An
alternative way to describe religion»
https://www.the-tls.co.uk/articles/public/tim-crane-religion-philosophy/.
Según Crane, que se confiesa ateo, nos hemos acostumbrado a concebir la
religión como una combinación de cosmología (o explicación sobre el
sentido de la existencia) y moralidad (o conjunto de reglas sobre cómo
conducirse), vinculadas entre sí por la promesa de vida ultraterrena
(pues sólo si nos comportamos de un modo determinado
disfrutaremos de esta última). A su juicio, empero, no se trataría de la
forma más apropiada de acercarse a la religión, pues nos impide
comprender adecuadamente la creencia religiosa. Semejante inadecuación
se hace patente cuando atendemos al contenido de los
principales textos religiosos. Así, por ejemplo, sólo uno de los cinco
pilares del islam tiene contenido cosmológico (el que afirma que no hay
más dios que Alá y Mahoma es su profeta); el resto son reglas de
conducta para el buen musulmán (como rezar cinco veces al día, ayunar
durante el Ramadán, o peregrinar a La Meca). Lo mismo sucede con el
meticuloso judaísmo y, en quizá menor medida, con un cristianismo en el
que la dimensión cosmológica parece ser más fuerte. Con todo, sugiere
Crane, los Diez Mandamientos contienen reglas de naturaleza moral (como
respetar a los progenitores o no cometer adulterio), mientras que los
sacramentos constituyen ritos que no tienen demasiado que ver con la
moralidad ni expresan, tampoco, creencias cosmológicas. Nuestro autor
quiere llegar a la afirmación de que esta descripción del hecho
religioso deja fuera algo fundamental, a saber, la práctica religiosa. Escribe:
Ser creyente implica, esencialmente, hacer ciertas cosas, desarrollar
ciertas actividades, ya sea una vez en la vida (bautismo, confirmación,
peregrinación), ya de manera regular y repetida (oraciones rituales, dar
limosna, respetar el Sabbath).
A su vez, las prácticas religiosas presentan dos rasgos dominantes: por
un lado, los creyentes no las inventan, sino que las heredan; por otro,
suelen implicar rituales conjuntos con otras personas. Incluso cuando
el rezo es privado, podríamos decir, no constituye un lenguaje privado, y
cobra buena parte de su sentido ‒si no todo‒ del hecho de que otras
personas hacen lo mismo. Así que el paradigma de la práctica religiosa
se basa en la repetición y la socialidad: en hacer con otros aquello que otros han hecho ya muchas veces antes. El pensador británico encuentra aquí el elemento de identificación en
la creencia religiosa: identificación del creyente con el grupo, que
aúna y conecta los dos aspectos principales ‒repetición y socialidad‒ de
la práctica religiosa. Es algo que, como el propio Crane apunta, ya
dijo Émile Durkheim en su obra clásica sobre el tema: los creyentes no
sólo creen, sino que pertenecen a una iglesia o grupo religioso. Y eso
era, para el sociólogo francés, lo que diferencia a la religión de la
magia.
En fin, la práctica religiosa genuina implica ser miembro de un grupo o
la pertenencia a él. Y nos encontramos ante una pertenencia que no se
diferencia mucho de la que experimentan los miembros de una nación. En
fin de cuentas, como subraya Crane, la identificación grupal es un
fenómeno universal y no se limita a los creyentes religiosos; la novedad
consiste aquí en subrayar este elemento y no otro al hablar de
religión, en lugar de enfatizar su aspecto trascendental o cosmológico.
No es que tener una religión y sentirse miembro de una nación sean la
misma cosa, pero
existe esta similitud: al identificarte con tu fe o tu iglesia, pasas a
verlas como algo que forma parte de tu identidad. Eso es lo que
significa pertenecer a algo, o a algún sitio.
Ocurre que la identificación con un grupo, que implica la exclusión de los demás, tiene que verse acompañada por la práctica religiosa.
No basta con estar: hay que hacer. De manera similar, podríamos decir,
la pertenencia nacionalista puede expresarse participando en rituales
colectivos (desfiles patrióticos, homenajes a líderes históricos,
festividades populares en fechas señaladas) o cultivando determinadas
costumbres (bailes, peregrinaciones, usos lingüísticos). Ahora bien,
sostiene Crane que para que la identificación sea religiosa hay que ir a
la iglesia o el templo, así como participar en actividades colectivas:
«Hacer lo que hace el grupo no es un extra prescindible, sino algo
absolutamente central a la creencia religiosa». Una práctica como el
rezo, de hecho, conecta al creyente con la comunidad religiosa del
pasado, unidos ambos, presente y pretérito, en una búsqueda común de
significado. Pero también conecta a quien reza ‒admite Crane‒ con
aquello que queda fuera de la experiencia: con lo trascendente. Algo que
también se maliciaba Durkheim cuando definió la religión como un
sistema unificado de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas. Si no hay sacralidad, es difícil que haya religión.
Sea como fuere, en ningún caso entra dentro de las intenciones de Crane
negar el elemento trascendental del hecho religioso. Al poner el acento
en el carácter «profundamente comunitario» de este tipo de creencias,
persigue algo distinto: normalizar la religión como un fenómeno
típicamente humano. Al contrario que Richard Dawkins, por ejemplo,
nuestro filósofo piensa que la religión no es una anomalía histórica que
pueda ser extirpada sin daño de la vida social, superada la fase
supersticiosa en la vida de la especie, sino que tiene su causa última
en rasgos psíquicos y afectivos sobre los que no podemos disponer tan
fácilmente. Es decir, que no se refiere tanto a la necesidad humana de significado,
que nos permitiría explicar también la vigencia sempiterna ‒aun con
mala salud de hierro‒ de los saberes humanísticos, sino a la no menos
imperiosa necesidad de comunidad que nos hace buscar la
compañía de los demás: en la nación, en el equipo de fútbol, en la
religión. Naturalmente, un Nietzsche pudo decir aquello de que prefería
la soledad y el frío de las alturas de nieve y hielo al calor del
establo, pero, tras al menos dos siglos de desarrollo del programa
ilustrado, podemos empezar a concluir que jamás será posible generalizar
esta valiente ‒¿temeraria?‒ disposición de espíritu.
No se trata aquí, en modo alguno, de hablar en favor o en contra
del fenómeno religioso; mucho menos, de juzgar creencias religiosas
concretas. Y no porque no pueda hacerse, sino porque no es el objeto de
esta breve nota, empeñada, por el contrario, en subrayar la importancia
que para el éxito ‒o la pervivencia‒ del fenómeno religioso tiene su
dimensión comunitaria y, por tanto, afectiva. Por lo demás, no se trata
de una explicación incompatible con otras. Ahí tenemos las hipótesis
evolucionistas, que ven la religión como un resultado natural del
desarrollo de la vida social, a la que proveen de códigos morales que
facilitan la supervivencia del grupo generando cohesión y orden en su
interior ¡Para eso sirve exigir obediencia a los padres y fidelidad a
los cónyuges! Esa misma querencia por el propio grupo, naturalmente,
estaría en la raíz del nacionalismo. Y el propio deporte de masas sirve a
ese fin en nuestros días. Esa pertenencia, como todas las pertenencias,
puede adoptar formas agresivas. Pero también servir como espacio para
la curación de las heridas o la canalización de las desadaptaciones
personales: de los heroinómanos que tratan de desintoxicarse a la secta
de los davidianos.
Acaso Crane subestime el papel que desempeña la esperanza en la
creencia religiosa, sobre todo en contextos de privación donde se
demanda la intervención divina para el mejoramiento material o la
curación de la enfermedad. Es algo que los protagonistas de Los jueves, milagro,
la película de Luis García Berlanga, terminan por aprender:
arrepentidos de la estafa religiosa que montan para atraer visitas al
pueblo y revivir con ello un balneario en declive, revelan su
estratagema ante una multitud de menesterosos que, tras haber sido
atraídos al lugar por el rumor del milagro, les prestan oídos sordos. En
ocasiones, esa esperanza puede adoptar formas monstruosas ligadas al
martirio o el suicidio colectivo, como sucede en la ficción de Vladímir
Sorokin (la subyugante trilogía Hielo) o en más de un ejemplo
histórico (alguno tan estremecedor como el que se produjo en The Peoples
Temple of the Disciples of Christ en Estados Unidos en 1978, cuando
murieron 909 miembros de una secta). Con todo, la hipótesis de Crane
sobre la naturaleza del fenómeno religioso es compatible con el conjunto
de explicaciones que la psicología y las ciencias sociales vienen
ofreciéndonos en los últimos años sobre la conducta y las motivaciones
humanas, consumado un giro afectivo que ha permitido abandonar las
explicaciones puramente racionalistas para enriquecerlas con una
atención renovada a los elementos emocionales ‒mas no por ello
necesariamente irracionales‒ de la subjetividad. Hay, pues, que darle la
bienvenida. Entre otras cosas, porque la gestión de la pluralidad
religiosa es una de las tareas que tiene encomendada la democracia
contemporánea.
Pese a la controversia erudita que acompaña al origen etimológico de la
palabra, pudiera entonces ser que, si «religión» viene del religare latino
y significa primariamente «atar fuertemente», el sentido de esa atadura
no sea vincular al creyente individual con la divinidad, sino vincular a
los creyentes individuales entre sí en el seno de una comunidad. Y que,
en ese deseo de pertenencia, asociado por lo demás a una esperanza
ultraterrena y a un conjunto de orientaciones morales capaces de
estructurar la propia vida mediante una práctica ritual más o menos
constante, se encuentre la clave que nos permita explicar el vigor que,
pese a todo, siguen conservando las religiones mucho tiempo después de
declarada la muerte de dios.
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* Sociólogo espanhol. Profesor de Ciencia Política en la UMA. Escritor.
Fonte: http://www.revistadelibros.com/blogs/torre-de-marfil/la-religion-dentro-de-los-limitesde-la-mera-emocion?&utm_source=newsletter&utm_medium=email&utm_campaign=nl20171220
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