Es una eminencia mundial en biología
molecular surgida de una pequeña universidad española. En su discurso
impregnado de poesía, la investigación científica suena más a arte que a
intrincadas abstracciones matemáticas.
Miércoles 21 de diciembre de 2016
EL CATEDRÁTICO de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Oviedo Carlos López Otín es una figura mundial
en la investigación del cáncer, las enfermedades hereditarias y el
envejecimiento. Nació en Sabiñánigo (Huesca) el 22 de diciembre de 1958,
el mismo día –le gusta recordar– que cumplía años Srinivasa Ramanujan,
el gran matemático indio autodidacta que inspiró la película El hombre que conoció el infinito. López Otín viaja también al infinito, pero al del universo minúsculo y a la búsqueda del secreto de la vida.
El suyo es un caso extravagante porque queda fuera de lo común que
una eminencia científica de su talla trabaje en una universidad no
clasificada entre las más reputadas del mundo. Su laboratorio ha abierto
espacios claves en la biología tumoral e identificado más de 60 nuevos
genes humanos, además de descifrar el genoma de 500 pacientes con
leucemia como contribución al estudio internacional. Casado y padre de
dos hijos, reivindica apasionadamente la mirada humana de la ciencia y
desconfía del sueño de la inmortalidad. Sostiene que imaginación y
fantasía, literatura y poesía constituyen ingredientes imprescindibles
de la actividad científica.
En sus viajes al centro de la vida, ¿halla más armonía que disonancia, más perfección que caos?
Cuando exploras los secretos del mundo minúsculo descubres lo asombroso
que resulta que la vida sea posible. Y es que la armonía general, esa
sinfonía perfecta del ser humano, solo se quiebra con las enfermedades o
el envejecimiento. Yo dedico los tres primeros días de clase a explicar
los vacíos, los límites de nuestro conocimiento, las cuestiones por
resolver. Viajamos a través de películas al interior de una célula y les
reto a que me digan si en su vida habían visto algo más hermoso que
esos universos minúsculos y, a la vez, infinitos.
¿La creatividad y la imaginación cumplen una función vital en sus investigaciones?
Son imprescindibles en la medida en que nuestro principal objetivo es
imaginar el futuro. La vida es un reto para la imaginación y la
fantasía. Yo viajo primero con la imaginación y luego con nuestros
experimentos. John Keats, un poeta que me sigue emocionando, se quejaba
de que Newton hubiera explicado que el arco iris se produce cuando la
luz blanca atraviesa un prisma y se descompone en el espectro de color.
Él pensaba que esa explicación iba en detrimento de la belleza, pero
creo que se equivocaba. Es la ciencia la que puede revelar la verdadera
belleza del mundo y aportar su auténtica dimensión.
¿También la poesía aporta sentido a la ciencia? Me
vienen a la cabeza poemas de Garcilaso, Cernuda, Cavafis o Francisco
Brines, además de Ángel González, a quien cito con frecuencia. Qué mejor
para explicar el envejecimiento que sus palabras: “Aquí estoy,
disolviéndome en el aire cotidiano”. Y usted sabe que cada segundo se
nos mueren un millón de células. En su Ángelus, Gerardo Diego
dice que la vida es “un largo verso interminable”, y tengo que darle la
razón. La combinación de las cuatro letras químicas, la A, la C, la G y
la T de nuestro genoma, ocupa dos metros de instrucciones y suma 3.000
millones de letras en cada célula. Sí, es un verso interminable, poesía
pura. Tanto si miras los universos infinitos por el telescopio como si
observas al microscopio el latir de una célula, encuentras siempre la
belleza.
¿Hasta qué punto la física y la biología tienen las respuestas a las grandes preguntas de la humanidad?
La física ha situado al hombre en la comprensión del mundo, pero el
siglo XXI será el tiempo de la biología por su capacidad para responder
al futuro, aunque las investigaciones requieren la convergencia con
otras disciplinas. La tarea es destejer el arco iris de la vida y poner
luz en las enfermedades.
“en 100 o 200 AÑOS, LOS HUMANOS TENDREMOS LOS OJOS MÁS GRANDES,
MENOS MEMORIA
y DEDOS MÁS ESTILIZADOS
PARA ADAPTARSE
A LOS TECLADOS”
¿Sabemos de dónde venimos y adónde vamos? El pasado
del universo se puede explicar sin invocar ningún pensamiento
sobrenatural. Sabemos con certeza que el mundo se gestó hace 13.800
millones de años, que hace 4.500 millones se formó el Sol como
resultado de la condensación de una materia en una galaxia espiral y
que a su alrededor giraron unos astros y, entre ellos, la Tierra.
Sabemos que hace 3.500 millones de años se produjo el amanecer de la
vida y que el juego de replicación, división, evolución celular ha dado
lugar a lo que somos. Nuestra especie Homo sapiens apenas tiene 200.000 años de presencia en la Tierra.
¿En qué momento preciso se produjo el origen de la vida?
El secreto de la vida no es otra cosa que dos moléculas abrazadas en
espiral, y la clave del milagro es la capacidad de asociación celular.
¿Le explico una historia tan real como que nuestro cuerpo está formado
por billones de células?
Adelante. La vida era muy dura en la Tierra
primitiva cuando se creó el caldo de la vida. Durante 2.000 millones de
años, las bacterias se ocupaban únicamente de replicarse de forma
clónica en aquel entorno de gases venenosos, aguas termales y lavas de
volcán. Era el gran aburrimiento cósmico. Las bacterias eran inmortales y
se limitaban a colonizar aquel ambiente clonándose cada vez más
rápidamente hasta que un gas particularmente venenoso empezó a inundar
la atmósfera. En aquel momento tan comprometido, unas bacterias
diminutas aprendieron a metabolizar ese gas, que era el oxígeno, y a
transformarlo en energía, que se almacenó en una molécula llamada ATP,
que es la que todavía hoy usamos los seres vivos como moneda energética.
Algunas bacterias grandes sobrevivieron fagocitando a las pequeñas que
habían metabolizado el oxígeno y, gracias a esa nueva energía, empezaron
a asociarse, a diferenciarse y a cooperar, a vivir juntas y repartirse
la tarea para crear vida. Todos venimos de esas bacterias y nuestra
capacidad de respiración, oxigenación, sigue dependiendo de esos mismos
procesos ejecutados en lo que llamamos mitocondrias, un recuerdo
imborrable de nuestro humilde pasado bacteriano.
¿Qué es lo que necesitamos saber de forma perentoria?
Nos falta la última palabra. No sabemos muchos detalles de cómo se
regula el universo celular, dónde se halla el cuadro de mandos que
activa las señales y los interruptores para que determinados genes se
activen o bloqueen. Esas órdenes no salen del cerebro, que es la más
improbable máquina de pensar del universo. Quien nos organiza toda esta
actividad es el genoma. Sabemos las letras, pero no conocemos muchos
detalles de la gramática de la vida.
¿Qué futuro les espera a las nuevas generaciones?
Hace 60 años no sabíamos qué era un gen. Hoy, en una noche, se puede
descifrar el orden en el que están situados los 3.000 millones de piezas
que componen nuestro genoma. La vida será muy distinta dentro de 100 o 200 años.
Jugando con la imaginación, podemos decir que el ser humano tendrá los
ojos mucho más grandes, como corresponderá a una cultura visual; contará
con menos memoria y dispondrá de unos dedos más estilizados para
adaptarse a los teclados, a la digitalización del lenguaje. Creo que las
profesiones del futuro serán las de reprogramador celular, editor de
genomas, lector de mensajes genéticos, analista de riesgos genómicos e
incluso ingeniero de sentidos. Descubriremos sentidos nuevos y
adoptaremos capacidades ahora reservadas a los animales y las plantas.
Manipulando los genes, podremos percibir la luz ultravioleta o emitir en
longitudes de onda ahora reservadas a otras especies.
Se supone que la clonación humana con fines terapéuticos
será realidad en tres décadas, al igual que la creación de
hombres-máquinas: híbridos que darán lugar al Homo sapiens 2.0 en la perspectiva de la sustitución del hombre por el robot. Una perspectiva fascinante, pero no exenta de desasosiego.
La clonación de órganos específicos llegará antes. Ya tenemos los
primeros robots con emociones humanas, capaces de mentir y de
interpretar la realidad a su favor en detrimento de otros robots. Se
trabaja intensamente en hacer más inteligentes las máquinas, pero a mí
me gustaría que se avanzara en hacer más sabias a las personas y que se
aprovecharan mejor los talentos, porque esas son las claves del futuro
de la humanidad.
¿Qué tal andamos de talentos? Al contrario que los
recursos económicos, el talento es el bien mejor repartido del planeta.
Aquí, en Oviedo, todos los años seleccionamos a dos alumnos de biología
para que trabajen con nosotros en el laboratorio, y le aseguro que en el
futuro serán grandes investigadores. Se dice que las universidades
españolas son muy malas porque no figuran entre las cien primeras del
mundo, pero esas clasificaciones son bastante ficticias y responden, en
buena medida, a parámetros interesados. Recuerdo a mis profesores
españoles con admiración y cariño infinito. Por eso, siguiendo su
ejemplo, he contraído como obligación principal dirigir los pasos de la
gente joven.
¿Por qué caminos de la manipulación genética vendrá lo que podríamos llamar, con la frivolidad del marketing, el elixir de la eterna juventud?
El desciframiento de los genomas, la reprogramación de las células y la
edición/reescritura de los propios genomas para corregir/neutralizar
los elementos dañados son los pilares que cambian radicalmente el
concepto de la vida. El poshumanismo está llamando a nuestra puerta, el
transhumanismo lo tenemos a la vista y, en efecto, el Homo sapiens 2.0
será una realidad. La reprogramación celular inventada por el reciente
premio Nobel de Medicina Shinya Yamanaka permite coger células que, como
en mi caso, tienen 57 años y devolverlas atrás en el tiempo, a la fase
embrionaria. Lo hacemos aquí mismo, en el laboratorio.
¿Cómo es posible? ¿No desafía el sentido mismo de la vida?
Toda célula tiene interruptores que le permiten activar unos genes y
desactivar otros, en función de las necesidades del momento. Yamanaka
consiguió borrar la marca genética creada por la experiencia en la
célula y dejarla en su estado naif, embrionario. Es una técnica
revolucionaria. Se ha roto el paradigma que situaba a la célula
diferenciada en el estado finalista y se ha conseguido remontar el
camino recorrido por la célula hasta el principio de su tiempo. Esto
hace pensar en la plasticidad de la vida. Nada es inexorable.
“QUEREMOS HACER INTELIGENTES A LAS MÁQUINAS, PERO DEBERÍAMOS AVANZAR EN HACER
MÁS SABIAS A LAS PERSONAS”
¿Se podrán replicar las emociones, la espiritualidad, el alma, o solo la carrocería humana?
Hay variantes genéticas que predisponen al sentimiento religioso o
grupal sectario porque debieron proporcionar alguna ventaja evolutiva a
colectivos que buscaron agruparse en torno a ideas y líderes. Eso está
escrito en el genoma, pero lo que no he encontrado en él es el alma. No
he visto ningún gen que codifique el sentido de la trascendencia humana o
de la fe religiosa, estos conceptos deben examinarse bajo otro prisma.
La ciencia no debería ser tan osada como para hablar de la
espiritualidad humana. Por eso debemos aprender filosofía, literatura y
teología, si es preciso, y ponerlo todo al servicio del conocimiento.
Veo muy difícil que mediante manipulaciones biológicas se repliquen los
sentimientos. El estuario del cerebro sigue siendo la última frontera.
¿Continúa considerándose una quimera la regeneración completa humana? ¿Dónde están los límites de la manipulación genética?
Los límites son técnicos y hay que tener en cuenta que la primera
reprogramación celular humana se hizo hace menos de 10 años. Podemos
volver atrás a la célula entera (programar) y cambiar las letras del
genoma (editar), pero la regeneración completa sigue siendo una quimera
porque somos vulnerables. Yo puedo pedir que me cambien las neuronas
para evitar la pérdida de la memoria. Puedo coger células fibroblasto de
aquí, de mi mano, y convertirlas en una neurona, pero esta neurona no
tendrá ningún recuerdo, ninguna emoción. Entonces, tendré que rehacer
los circuitos…, aunque los avances son prometedores y en ratones con
alzhéimer, mediante el empleo de técnicas de optogenética, se han
logrado rescatar algunos recuerdos borrados por la enfermedad.
O sea, que ese proceso de regeneración deja daños irreversibles. No es un calcetín al que se le pueda dar la vuelta.
Todo esto no es obvio. La ciencia no tiene atajos y no debe prometer lo
que no puede dar. Nosotros nos inspiramos en la naturaleza. Como decía
Julio Verne en Miguel Strogoff: “Abre bien los ojos y mira el mundo que te rodea”.
¿Y qué ve usted? Como en la canción de Rosendo, veo
muchas maneras de vivir y de envejecer. Veo organismos inmortales como
la hidra, algunas medusas y el propio cáncer, que no es otra cosa que la
acumulación de daños, la enfermedad del genoma. Veo seres vivos que con
el tiempo adquieren un ajuste biológico mejor y viven más.
¿Esos avances en la manipulación genética no cambiarán la naturaleza de los seres humanos?
Seguirá siendo especie humana y protagonizando sobre el planeta lo que
Eduardo Galeano llamó “el gran experimento colectivo”. Las especies
dominantes suelen durar en la Tierra un millón de años; o sea, que
pueden quedarnos unos 800.000 años más.
El sueño de la cirugía molecular, la sustitución de los genes defectuosos, ¿no producirá monstruos?
No digo que no, porque el potencial es enorme. Manipular piezas claves
del enorme complejo armónico del cuerpo es extremadamente difícil y
peligroso. La vida es un concierto muy complejo y maravilloso.
Mi idea al respecto es simple: hay que invertir en conocimiento para mejorar la vida, no para alargarla innecesariamente.
¿Ya es posible el ser humano a la carta? Como
proyecto, me parece una aberración. Podemos combatir las enfermedades
hereditarias seleccionando los embriones que carecen del defecto
familiar. Eso es legal y ético. También podríamos seleccionar embriones
para obtener un determinado color de ojos o, tal vez, un talento
particular para el deporte, la música o las matemáticas, porque todas
estas aptitudes humanas están escritas en el genoma. Sin embargo, estas
instrucciones genómicas todavía son difíciles de interpretar, aunque en
los próximos 20 años sumaremos millones de genomas de personas sanas y
sabremos relacionar las variantes en los genomas con las aptitudes y
predisposición a las enfermedades. Técnicamente, podrás cambiar el color
de los ojos, pero la pregunta es para qué quieres cambiar el diseño de
algo superficial y banal si va en detrimento de alguna otra capacidad o
incluso generar una enfermedad.
¿Qué opina de la carrera desatada para hacerse con la fórmula de la máxima longevidad o incluso de la inmortalidad?
Google y Craig Venter apadrinan las dos grandes iniciativas encaminadas
a extender la vida. Han fichado a importantes científicos americanos y
están dispuestos a hacer inversiones billonarias. Mi idea al respecto es
simple: hay que invertir en conocimiento para mejorar la vida, no para
alargarla innecesariamente.
¿Se abrirá el mercado de la venta de tiempo de vida?
El foco no debe ponerse en la inmortalidad. Porque es innecesario e
irrelevante y porque hay muchas cosas más importantes por resolver,
además del hambre y de la miseria. ¿Cuántas personas se curan del cáncer
de páncreas o del alzhéimer? Nadie, prácticamente. Más de la mitad de
las 6.000 enfermedades hereditarias están aún por definir. La
fascinación que suscitan las tecnologías y lo futurible no debe hacernos
olvidar que nuestro objetivo es curar y que somos vulnerables. No me
gustan los sueños de inmortalidad, y menos ahora que estoy asistiendo a
la demolición física y mental de mi padre. Por lo demás, los contadores
de defunciones marchan al ritmo de siempre en el mundo.
Tenemos fecha de caducidad. La revista Time anunció
en portada que 2045 será el año de la inmortalidad humana porque hay
investigadores que abonan la idea de que va a producirse un momento de
singularidad que cambiará la perspectiva que tenemos de nosotros mismos.
A esa portada, yo le opuse en una charla en la Universidad de Coimbra
la novela Las intermitencias de la muerte, en la que Saramago narra que
la muerte dejó de actuar de repente y cómo la alegría y el jolgorio
inicial por la noticia dieron paso al desastre. También Borges,
Turguénev y otros autores nos aportan la visión de que la inmortalidad
es una condena.
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Reportagem por
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