Tenía muchas ganas de charlar con Patricio Pron sobre su volumen de relatos Trayéndolo todo a casa (Alfaguara), donde recopila y da nueva vida a sus cuentos. Esta entrevista resume una larga conversación sobre su obra, el oficio, la lingüistica, Argentina, Borges, el conflicto autor/personaje en nuestros días… y multitud de temas más.
—¿Su título es un juego con un título de Dylan (Bringing It All Back Home) o tiene alguna otra maldad detrás?
—Ya sabes que Dylan me interesa mucho. No solamente me interesa su música, sino también la forma en que Dylan ha conseguido transformarse a sí mismo, esa vocación de no dejarse reducir por nadie a un determinado género, a una determinada visión que una persona u otra podía tener acerca de su trabajo o de quién era él.
Esta filosofía siempre me ha parecido muy inspiradora y ha estado detrás de las cosas que he estado haciendo. Casi todos los libros que he escrito han sido una especie de refutación de lo que se ha dicho acerca de mí y acerca de mi trabajo en relación con los libros anteriores. Me gustaba recordar eso desde el título mismo de este libro, y después pensaba en el hecho de que todavía fuese interesante volver sobre estas ideas que aparecen en algunos de los cuentos de las segundas oportunidades, del regreso, de la idea de casa, que también aparece muy fuertemente en los cuentos, pero también en las vidas de quienes, como yo, hemos vivido en diferentes países.
Desde el título mismo el libro propone unos interrogantes acerca de qué es, qué es lo que se trae, qué es ese «todo» que se trae de regreso y si es posible realmente volver, regresar a una especie de casa, y qué sería esa casa. Estas son las las preguntas que arroja el libro desde el título, al tiempo que se propone traer de regreso a los lectores algunos relatos que tal vez estaban perdidos o dispersos, o sencillamente olvidados. Estaban, desde luego, olvidados para mí.
—En la copia de prensa manda una carta con una cita de Valéry: «Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los animales el tiempo… y su propio contenido». ¿Tuvo miedo a enfrentarse a lo escrito?
—No, miedo, no. Pereza.
—Los enemigos a veces dan miedo y a veces dan pereza.
—Casi todo lo que nos da miedo en este momento debería darnos sólo pereza, pese al hecho de que yo, como Lichtenberg, soy una persona que generalmente siente dolor allí donde las otras personas solo sienten lástima. Me daba pereza, que posiblemente sea una forma de miedo, el volver sobre estos relatos largos que, digamos, daban cuenta de las que eran mis capacidades en un momento específico. Imaginaba que la mayoría de los relatos no iban a dar cuenta de mis intereses actuales por el escritor que yo soy ahora y podía imaginar que algunos de ellos incluso pudiesen avergonzarme. Pero, en cualquier caso, pensé que tal vez los lectores valorasen el gesto de sinceridad de quien dice «quiero que veas cómo me convertí en escritor o en el escritor que soy».
—En el relato Brüder Karamazov, extraordinario, habla sobre lo importante de las condiciones materiales en la adquisición de unos conocimientos. Si se vio a sí mismo escribiendo, ¿se echó usted de menos o se despreció?
—No, no, lo que me sorprendió fue la enorme convicción con la que alguien que fui yo estaba escribiendo en circunstancias muy específicas y procurando escoger en una tradición muy importante, la tradición del cuento hispanoamericano, qué cosas me interesaban y qué cosas no me interesaban tanto. Estaba escogiendo maestros y recortando una tradición específica en la que mis personajes y mis relatos podían vivir, y lo estaba haciendo con enorme convicción, quizás una convicción equivocada, pero una convicción. Esa convicción es mucho más de lo que a menudo tenemos en relación con las cosas. Era un mundo mucho más simple que el actual, en el sentido de que había menos distracciones y posiblemente hubiese menos presiones sobre quienes éramos más jóvenes en ese momento que estábamos escribiendo o comenzando a escribir. Desde luego, no había ninguna posibilidad, ni siquiera remota, de que uno fuese a convertirse en escritor profesional alguna vez. Esto hacía que uno tuviese un enorme campo de posibilidades que podía transitar. La sensación era de una libertad absoluta. Y a partir de ese momento, todo lo que he hecho ha sido reconquistar una y otra vez ese campo de posibilidades para no perder esa convicción, que me parece que es lo único que un escritor tiene. Hay una cosa que dice Ricardo Piglia en sus diarios que me parece muy, muy acertada y la cito a menudo, que es que ningún escritor olvida la emoción que lo embarga cuando ve por primera vez su nombre escrito en la portada de un libro. Es un momento muy especial. Es un momento auténticamente memorable. Yo podría hablar de los momentos en los cuales vi por primera vez mi nombre escrito en los periódicos o en las portadas de los libros. Sin embargo, dice Piglia, lo más importante son los recursos que el escritor encuentra para que cada nuevo libro que produce no sea un libro más. Cada texto que un escritor escribe, en particular si es un autor que pretende no repetirse, cada nuevo texto abre posibilidades y clausura otras. En mi caso, continúo escribiendo por el absoluto convencimiento de que soy mejor escritor de lo que yo era cuando comencé a escribir. Pero es una convicción o un convencimiento ficticio. Es una forma de autoengaño, porque en realidad no es que yo sea mejor que el escritor que yo fui. Soy un escritor completamente distinto.
—Hay uno de sus cuentos en el que un caballo quiere ser un hombre. En este libro todos los cuentos parecen cuentos y son cuentos. ¿No tiene la sensación de que a veces, al igual que en tu libro, hay caballos que quieren parecer hombres, novelas que parecen cuentos o cuentos que parecen novelas?
—Absolutamente sí. Comencé a escribir circunstancias muy particulares en Argentina, donde el cuento es un género muy importante, tal vez el más importante. Nuestro escritor central, de una centralidad tal que a menudo desplaza a los confines a talentos muy grandes, es un escritor que solamente escribió cuentos y que sostuvo una poética que desdeñaba o despreciaba la novela, al punto de escribir algunos de los mejores cuentos de la literatura del siglo XX y constituirse en el obstáculo que todos los escritores argentinos tenemos que superar si alguna vez queremos escribir. Un enorme escollo al que te enfrentas. Creo que la mayor parte de escritores argentinos de relevancia han resuelto a su manera el problema de qué hacer con Borges, que es el problema central de la literatura argentina, y diría de toda la literatura en español. Yo estaba escribiendo bajo esa influencia, con esa gran sombra sobre mis hombros, y diría que en este momento lo que más se manifiesta de la influencia de Borges en mi trabajo radica en la convicción de que es posible escribir cuentos que no sean cuentos. Es decir, de que es posible ampliar el repertorio de posibilidades, esta forma tan tradicional y tan, tan, tan recorrida en el pasado y tan bien recorrida por grandes autores del pasado, haciendo cosas con el cuento contemporáneo en español que no están siendo hechas por otros. Mucha gente, por razones prácticas, comienza escribiendo cuentos y luego ve si puede atreverse a escribir novelas o si tiene el talento o más bien la resistencia para escribir novelas. Y puesto que está en sus comienzos como escritor, a menudo esa persona actúa con cierta inocencia y escribe cuentos que cree que nadie ha escrito. Después, a menudo debido a la enorme generosidad de la crítica, en particular en español y no solamente en España, esos cuentos son muy bien recibidos cuando son publicados. Y esto inspira en el autor o la autora la creencia de que está hollando terrenos que no han sido hollados previamente, al punto de que tenemos decenas de escritores escribiendo los cuentos que escribió mejor Cortázar. Yo no soy un gran fan de Cortázar, lo admito, pero me parecía y me parece necesario leer a Cortázar para saber qué cosas puedes hacer y qué cosas no puedes hacer.
—Por ser provocador: si te fascina Cortázar a los veinte es lógico, y si te fascina a los cuarenta es que has empezado a leer a los cuarenta.
—La lectura es una especie de enorme bosque que no tiene caminos trazados. Cada lector recorre su camino como le apetece. En ese sentido no creo que sea obligatorio leer a nadie en ningún momento de la vida. Sin embargo, es evidente que hay algunas lecturas que encajan mejor en nuestra sensibilidad en un momento que otras. Nuestro común amigo Manuel Jabois decía hace poco tiempo, con mucho acierto, que es una pena que uno no pueda leer determinados libros como adolescente sino más bien como la persona que es en la actualidad. Y puede que haya en Cortázar muchas cosas de interés que yo soy incapaz de ver, pero es evidente que si tropiezas con Cortázar en un momento de tu vida, es posible que saques mucho más de él que si tropiezas con él al final de tu vida. En contrapartida, es posible que no seas capaz de obtener mucho de él si tropiezas a una edad muy temprana con el Ulises de Joyce, por ejemplo. Y sin embargo, Ulises de Joyce es para mí uno de los libros fundamentales. No hay año que no lo relea o que no relea al menos parcialmente el libro y siga riéndome a carcajadas de algunas cosas.
La lectura, es una lección de Borges, crea los textos. En ese sentido, también podría decir que esos textos, incluso los antiguos, son nuevos, porque ese contexto de lectura es completamente distinto al contexto en el que fueron escritos. Roberto Juarroz, un poeta argentino muy potente, publicaba una y otra vez un libro llamado Poesía vertical, y lo hacía con más poemas, como si fuera la obra de su vida. Poesía vertical era el nombre que tenían todas las ediciones sucesivas de Roberto Juarroz, en las que él quitaba poemas o ponía poemas, o corregía poemas. Y hay algo de reconocimiento en ese gesto, que a algunos les puede parecer poco imaginativo, de reconocimiento del hecho de que la literatura es siempre distinta cuando uno la lee. También podemos decir algo similar en cuanto a los efectos que produce la literatura de César Aira. Las novelas de Aira siempre son muy distintas entre sí, pero el procedimiento es siempre el mismo. Ahora bien, es renovado una y otra vez por la escritura de Aira y es renovado una y otra vez por la lectura que hacemos de las novelas de Aira. Cuando piensas en los autores que yo estaba leyendo cuando comencé a escribir y que en algunos casos continúo leyendo, como Aira, Piglia, Josefina Ludmer (la ensayista argentina), Rodrigo Fresán, Alan Pauls, Daniel Guebel, Matilde Sánchez, Amalia Jamilis, en todos ellos se ponía de manifiesto la idea de que la literatura es mucho más que lo que las escuelas de escritura o el mercado nos han dicho que es. Yo vengo de esa tradición. No podría siquiera haber escrito los libros que escribí de no haber sido porque vengo de una tradición de cuestionamiento de las formas narrativas, es una forma de cuestionamiento que viene de las vanguardias históricas.
Como todos, tengo un breve momento de entusiasmo sobre mí mismo que dura aproximadamente diez minutos, por la mañana. Me lavo los dientes y creo que soy uno de los guardianes de las esencias de esa tradición. El resto del tiempo pienso que soy un imbécil, pero esos diez minutos creo que tengo una obligación para con los autores que me precedieron de continuar su tarea.
—En uno de sus cuentos hay unas mujeres que tienen una ausencia y lo resuelven con narraciones breves. Como ellas, suelo encontrar en sus cuentos el sosiego. Suelen reconfortarme.
—Nunca pienso en alegrarle la tarde al lector, ni en desmoralizarle por completo. No pienso en qué sucede con cada lector en el plano sentimental, que me interesa un poco menos que a otros autores, sino más bien en el tipo de situación en la cual el lector puede encontrarse tras haber terminado de leer un relato. Una situación en la que idealmente contempla el mundo que lo rodea con ojos distintos. Tal vez esos ojos sean los de quien se dice que hay algo en la literatura de reparación, y haber leído este relato me reconcilia con algunas cosas con las que tal vez no me había reconciliado previamente. Pero no vengo a entretener a nadie.
—Creo que sí lo consigue.
—Buena parte de los libros que leemos tienen la función de banalmente matar el tiempo, pero también subyace a cierta literatura, que es la que yo pretendo escribir, la idea de que, digamos, el tiempo se recobre. Que recuperes una visión de ti mismo como alguien que habita el tiempo y es habitado por él pero lo habita de una forma distinta a como lo hubiese habitado de no haber leído ese relato. Que se ha producido una suspensión en el tiempo y que el lector regresa al flujo de los acontecimientos con la convicción de que no todo está decidido, es decir, que tal vez sea posible todavía recuperar la soberanía individual y constituirnos como sujetos activos e independientes, aunque en el ámbito de nuestras lecturas.
—La casa de Trayéndolo todo a casa es la vida de escritor. En sus cuentos aparecen muchas de las circunstancias de su oficio: joven esperanza, los jurados, la medicación para ser novelista… ¿Lo que más le molesta como escritor es lo que no es canónicamente de escritor?
—No hay manual de instrucciones para ser escritor, ni siquiera un código de etiqueta, lo cual complica mucho la vida de los jóvenes escritores. También los aspectos más canónicos de la literatura me irritan muchísimo. Si la lee mucho y escribe mucho, es inevitable tener con la literatura una relación amor-odio. Ahora bien, eso para mí ya es mucho, siendo yo una persona que tiene relación de odio-odio con la mayor parte de las cosas que le rodea. Al menos esto no me cae del todo mal. Hay momentos en los cuales ser un escritor público tiene algunos inconvenientes o algunas dificultades. Posiblemente esas dificultades no sean mayores que las que enfrenta una persona que es públicamente fontanero o camarero. Pero desde luego esas vidas yo las puedo imaginar, pero no las puedo vivir. Probablemente estamos en la bisagra entre un tiempo y otro en el cual ya no va a producirse más la existencia de un escritor que sea en todas sus manifestaciones y desde muy pronto un escritor público, y que se encuentra en una situación en la cual se reclama de él, como escritor público, una serie de posicionamientos y de manifestaciones que, si el escritor es razonable, tiene que rechazar, puesto que supondrían aceptar su muerte como escritor.
Creo que una de las figuras que más ha condicionado la manera en que pensamos en los escritores es la figura del escritor pontífice, que se extiende más o menos desde el affaire Dreyfus en adelante. Es la idea de que el escritor, por ser escritor, tiene una verdad moral que trasciende las circunstancias banales de la política cotidiana y que, por consiguiente, debe ser escuchado atentamente. De esa figura del escritor pontífice hicieron buen uso los escritores del boom. Digo «buen uso» en un sentido irónico. También alcanza la figura de algunos escritores que consideran que pueden despertarse en su cómodo apartamento en el centro de Madrid y decidir qué deben votar los peruanos, cómo se resuelve el problema de la desigualdad social en Bolivia o por qué razón los catalanes no tienen razón y los españoles sí… Esa clase de tonterías. Yo nunca quise ser una de esas figuras, incluso aunque por serlo, supongo, supondría una serie de ventajas políticas, incluso económicas. Hay una demanda más o menos continuada cuando uno es un escritor de que opine sobre estos grandes temas, y sin embargo, sus opiniones me parecen carentes de todo interés. La comodidad y un montón de circunstancias accesorias, como las derivas de mi estado de salud, los periódicos que uno lee, condicionan hasta tal punto mis opiniones que en general suelo tener al menos dos sobre cada uno de los temas. Hay algunas personas que tienen sólo una, y que la defiendan con tanta convicción me parece incomprensible. Pero esa figura preside la forma en que se concibe al escritor.
También está una demanda reciente surgida con las redes sociales de que los escritores y los artistas deberían ser ejemplos de moralidad, que deberían constituir un faro en tiempos confusos y que además deberían sólo escribir textos que ratifiquen sus opiniones en la medida en que estas fuesen las mismas opiniones del lector. Sin embargo la mayor parte de los textos que escribo son ideas que me interesan porque se oponen a las ideas que yo tenía previamente acerca de algo. Es sólo mediante la escritura de un texto, ya sea un relato o una novela o lo que sea, que yo puedo comprender qué pienso realmente acerca de algo. Entonces hay un desdoblamiento ahí que es inherente a lo que denominaríamos «el arte» que no parece encajar con los tiempos en los que se produce una especie de identificación total y absoluta de un creador con su obra. Esta identificación no es tan nueva: recuerdo que ya en la década de los 80 los actores y actrices que protagonizaban telenovelas en América Latina se quejaban de que la gente los insultaba por la calle. Quizás nos hemos convertido en espectadores de telenovelas que creen que los malos de telenovelas son realmente malos de verdad.
—Escribe usted en Trayéndolo todo: «Los escritores a los que amamos nos sirven de consuelo y de ejemplo a menudo sin que ellos mismos lo sepan siquiera, y en ese sentido son tan imaginarios como sus personajes». Por contra, se pide en redes sociales que los autores construyan su propia biografía para complacer a su público.
—Hay autores que sólo cuentan con el capital de su propia biografía. Esto es absurdo, puesto que un escritor, en el mejor de los casos, es alguien que inventa una. Sin embargo, se reclama de sus autores que hablen de un trauma pasado y de su supervivencia como víctimas. Nos identificamos mucho con la víctima, por el momento histórico que vivimos. Puede que los autores que a mí me interesan y que interesan a los lectores, o a los buenos lectores, y que para mí son los autores fundamentales, acaben desapareciendo en la medida en que son autores que han hecho algo tan ridículo como inventarse cosas. (nos reímos)
—Se produce una paradoja, Patricio: escritores esclavizados de las cosas que se inventan cuando realmente inventas esas cosas para esclavizarlas a ellas.
—Hay un reclamo de que las cosas que cuentes te hayan pasado. Y, evidentemente, algunas de las cosas que cuento en estos relatos me han sucedido, pero no me han sucedido de la misma forma en que se cuenta en el relato, ni podrían haber sucedido. Hay un problema de índole ontológico: las palabras no son el mundo y el mundo no son las palabras, o no sólo son las palabras. La forma en que, digamos, una determinada palabra tiene un significado distinto si se hace uso de ella en un contexto y no significa lo mismo en otro. El mundo no se ve demasiado transformado por las palabras que utilizamos. Como materialista histórico, me veo en la obligación de reivindicar realidades materiales vinculadas con la clase, la raza y el género, que no cambian, por más que inventemos palabras que parezcan más inclusivas, incluso un lenguaje que parezca más inclusivo. Y esto es lamentable, porque sería magnífico que el lenguaje transformase la realidad, pero no sucede. Y por consiguiente, en la medida en que no sucede, no llegaremos a esa especie de paraíso que todos ambicionamos.
—He escogido los cuatro relatos que más me han gustado de Trayéndolo todo a casa: «La ahogada», «La cosecha», «El accidente» y «El cerco». Todos con títulos demasiado estándar para su obra, pero es lo que hay. Para terminar, ¿cuál sería su selección?
—Me gustan «Índice de primeras líneas ordenadas alfabéticamente» y «Das Verschwinden des Andrea Robbis (La desaparición de Andrea Robbis)».
Reportagem Por Edu Galán
Fonte: https://www.zendalibros.com/patricio-pron-seria-magnifico-que-el-lenguaje-transformase-la-realidad-pero-no-sucede/?utm_campaign=20210715&utm_medium=email&utm_source=newsletter
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