Fernando Savater*
que se alimenta de vacuas esperanzas,
ama los cuentos y odia la virtud;
No somos dueños de las instituciones, debemos compartirlas con otros que no piensan como nosotros
se hace cada día más inútil”.
(G. Leopardi,
Confieso sentir un perverso placer cuando las predicciones de los especialistas sobre algún comportamiento colectivo fracasan estrepitosamente.
Y ello aunque lo que realmente ocurre sea para mí más inquietante que
lo que parecía que iba a pasar. Mi regocijo agridulce es del mismo tipo
que expresa la repetidísima exclamación de Voltaire (apócrifa, por otra
parte): “Estoy en completo desacuerdo con lo que usted dice, pero daría
mi vida por que pudiera seguir diciéndolo”. De semejante modo, lamento
que los votantes en una consulta o en unas elecciones se pronuncien
mayoritariamente contra lo que aconsejan los expertos más fiables o la
simple argumentación racional, pero me alegro de que tal desvío pueda
ocurrir, porque la capacidad masiva de disparatar a coro es una prueba
de salud democrática. De hecho, esta temible disposición es el argumento
derogatorio que han empleado siempre contra la democracia sus
adversarios más insignes, desde Platón a Borges. Y hoy continúa
escandalizando a muchos de menor talento. Pero precisamente en ese punto
estriba lo característicamente democrático. Jean Cocteau aconsejaba:
“Lo que todos te censuran, cultívalo… porque eso eres tú”. Con algo de
prosopopeya, también podríamos decírselo a Doña Democracia.
Deplorando el resultado de las elecciones presidenciales norteamericanas, una portavoz de Podemos dijo: “Hoy es un día triste para la democracia”. Lo repitió varias veces
y luego, ya lanzada, dijo también que “era un día triste para la
humanidad”. Pasemos por alto esta última hipérbole, porque a todos se
nos puede calentar la boca. Pero ¿por qué es un día triste para la
democracia? Sin duda es una jornada poco radiante para quienes, como esa
señorita y yo mismo, aborrecemos el ideario agresivamente xenófobo, clasista, machista
y sobre todo apoyado en descaradas exageraciones y falsedades del ya
presidente Trump. Pero ni la portavoz ni yo somos dueños de las
instituciones, debemos compartirlas con otros millones de personas que
desdichadamente no piensan como nosotros. En cambio, desde otra
perspectiva, unas elecciones donde los ciudadanos prefieren contra todo
pronóstico a un candidato al que no apoyan ni en su propio partido
(mientras a su rival la recomendaba el presidente anterior, los
periódicos de referencia, artistas, intelectuales, etcétera), que vomita
barbaridades, se comporta públicamente como un patán, ofende a todos
los grupos sociales imaginarios, promete medidas políticas autoritarias,
belicistas o que amenazan mejoras sociales, demuestra ser un ignorante
en casi todo y elogia demagógicamente a quienes lo son aún más que él…
Pues vaya, caramba, eso sí que es una muestra estremecedora pero
indudable de libertad. Porque elegir según recomienda la lógica, la
fuerza de las razones, la opinión de los expertos políticos y morales,
puede ser socialmente beneficioso, pero deja un regusto de que es “lo
que hay que hacer”, lo obligado; mientras que ir contra lo que parece
conveniente y cuerdo es peligrosísimo, pero sin duda revela que uno
sigue su real gana. Cuando se incendia la casa, el que sale corriendo
para salvar el pellejo hace muy bien, pero obedece a las circunstancias;
libre, lo que se dice grandiosamente libre, es el que se queda dentro
cantando salmos entre las llamas.
La libertad política es algo
muy deseable de tener pero peligroso de utilizar. Nos hemos criado
oyendo mencionar al poder como el coco que quiere devorarnos: el
lenguaje del poder, las asechanzas del poder, la cara oculta del poder…
Lo imaginamos oculto en cenáculos restringidos donde conspiran unos
cuantos plutócratas desalmados. Seguro que hay algo de verdad en esta
caricatura siniestra, pero el poder más temible en democracia es
precisamente el que comparten todos y cada uno de los ciudadanos: el
poder de elegir. Temblamos con razón ante los autócratas que monopolizan
el mando, pero en nuestras democracias es lógico sentir escalofríos al
pensar en las multitudes que deciden quién debe ostentarlo. Algunos
tratan de aliviar este recelo asegurando que la mayoría de los
ciudadanos no pueden ser llamados realmente libres porque son ignorantes
en las cuestiones de gobierno, se dejan engañar o seducir con promesas
vanas, se asustan ante amenazas imaginarias, son venales, xenófobos,
intolerantes… Pero todo esto sólo quiere decir que son humanos: esos
mismos defectos existen en todas partes, aunque no haya libertades
políticas. En democracia la diferencia es que pueden expresarse y elegir
lo que prefieren: quizá no sean más felices que otros vasallos, pero al
menos son tratados como realmente humanos. No se les reconocen sus
virtudes, sino su dignidad. La democracia no es ante todo el asilo de la
lucidez, la solidaridad, el buen gusto o la creación artística, sino
que es “la tierra de los libres”, como dice el himno de Estados Unidos.
Para evitar que el devenir
democrático sea una serie de dictaduras electivas contrapuestas, están
las leyes. Los ciudadanos basan las garantías de su libertad
participativa en el acatamiento de la Constitución. Los que hablan de fascismo y caos tras la victoria de Trump fantasean tétricamente.
Lo único que verdaderamente sonó inquietante en el discurso
electoralista de Trump fue la amenaza de no respetar el resultado de las
elecciones si no le gustaba. Algo parecido a lo que hoy berrean por las
calles —espero que por poco tiempo— los modernos caprichosos del “No es mi presidente” o “No me representa”, que se consideran por encima de la democracia y capacitados para decidir cuándo la libertad ha optado por el bien y cuándo no.
En España ya estamos
acostumbrados a quienes piensan que la democracia funciona mejor sin
leyes que la coarten, como la paloma de Kant creía volar mejor en el
vacío… Sin duda Trump es populista, como en nuestro país Podemos y sus siete enanitos:
no porque prediquen lo mismo sino porque predican del mismo modo,
empleando la retórica demagógica para conseguir aunar la heterogeneidad
de los descontentos.
En la era de Internet, el
populismo tiene campo abonado. Y es inútil empeñarse en regañar a la
gente por sus preferencias (todos son “gente”, los que piensan como
nosotros y los demás), mejor es perseverar en educarla para argumentar y
comprender en lugar de aclamar. También hay que proponer alternativas
ideológicas fuertes, no simplemente apelar al pragmatismo y la
rentabilidad. Hagamos lo que hagamos, seguiremos remando en lo
imprevisible. Porque la incertidumbre no la ha traído Trump, sino la
libertad.
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* Fernando Savater es filósofo y ensayista, autor entre otros libros de ‘Voltaire contra los fanáticos’.
Fonte: http://internacional.elpais.com/internacional/2016/11/11/actualidad/1478883603_653674.html
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