Ignacio Quintanilla Navarro*
«La pereza –dice Paul Valéry en su irregular y asombroso Alfabeto–
amplifica las cosas pequeñas y cercanas». Es mi versión libre de una
traducción literal espantosa que Valéry jamás suscribiría. Esta
capacidad lenticular es una importante dimensión de la pereza que se les
pasa por alto a Bertrand Russell, a Jacques Leclercq y, en general, a
los autores que les han sucedido en la defensa de un vicio tan
polifacético.
Está por ver, en efecto, si la pereza es uno de los siete pecados
capitales en cualquiera de sus manifestaciones o estados, o si es la
mejor traducción de esa acedia que figura en la lista original.
Lo sea o no, la función de la pereza en la sabiduría y la creación
humana es un tema digno de mayor consideración. En la creación
literaria, por ejemplo, la pereza desempeña un papel muy complejo. En
general, los grandes escritores trabajan mucho y muy ordenadamente. Sin
embargo, es indudable que algunos de ellos han integrado en lo mejor de
su estilo esa capacidad para mirar las cosas desde la pereza a la que la
literatura universal le debe tanto.
Cuando Ortega aplicaba a la obra de Azorín la afortunada etiqueta de
«primores de lo vulgar» apuntaba, sin saberlo, en esta misma dirección
de las cosas pequeñas y cercanas. Azorín, cuyo consejo literario
recurrente era el de no escribir jamás bajo los efectos del entusiasmo o
la emoción, dominaba el arte de la mirada perezosa. Por eso, en muchos
de sus escritos, el final se precipita por la irrupción sorpresiva de
una impresión vaga, rural y profundamente trágica: la de que ya va
haciéndose tarde. Seguro que a cualquier lector empedernido se le
ocurren ahora otros muchos nombres que añadir a la lista de Azorín.
Todos aquellos en los que la melancolía o la nostalgia desempeñan algún
papel importante han bebido en esta misma fuente; también aquellos en
los que lo hace el sentido del humor.
Y a partir de aquí se dispara un buen número de interrogantes que
acentúan el interés teórico de la pereza. Por ejemplo, ¿es la pereza –en
su dosis debida– un ingrediente imprescindible de la mejor lectura? Y,
si lo es, ¿puede matar una extrema diligencia lo mejor de un espíritu
elevado? En ambos casos pienso que la respuesta es afirmativa. Y lo es
por vía doble. En primer lugar, porque una completa ausencia de pereza
es incompatible con esa meditación atenta y honesta de lo que se nos
revela de las cosas, del ser que nos sale al encuentro bajo la forma de
proximidad cotidiana o trivial o de improviso. Por no ponernos
heideggerianos, valga decir que en nuestra confrontación más lúcida con
cualquier realidad, una actitud de absoluta diligencia, como la que nos
propone Descartes, es siempre un fraude intelectual.
En segundo lugar, porque la pereza es la mejor amiga de la imaginación,
y la imaginación –junto con el amor– es el verdadero origen de la
inteligencia humana. Otro día aclararé por qué la vagancia y el amor
explican tan bien la inteligencia humana –y posiblemente la divina–; hoy
basta con reparar en que el ensimismamiento y la atención desinteresada
por lo que tenemos delante son los que abren al ser humano el juego
entre lo que de hecho hay y lo que podría haber. Se aclara así, tal vez,
el notable enigma histórico de que el primer pensador que comprende y
planifica nuestro espíritu moderno, su voluntarismo y su activismo, el
citado Descartes, soliera trabajar metido en la cama.
La presencia del ordenador en nuestras vidas ha supuesto un gran reto
para la supervivencia de la pereza y, en esa misma medida, para el
progreso intelectual humano. Hay sido y es necesario inventar en
nuestros días nuevos estilos de ejercer online tanto el
ensimismamiento como la atención desinteresada a nuestro mundo. Un buen
nativo digital debe poder hacer de la pantalla, con toda normalidad, el
lugar natural de su pereza. Yo, sin embargo, que no soy un nativo
digital, me siento incapaz todavía de enfrentarme a la pantalla de un
ordenador sin sentir la obligación de hacer algo; aunque es verdad que
con la ayuda de las series estadounidenses estoy haciendo grandes
progresos.
Yo imagino al lector ideal de cualquier blog sabia y prudentemente
abandonado a un momento de pereza. Una pereza que, paradójicamente, ha
solido acompañar a lo mejor de la investigación y desarrollo de la
humanidad. En efecto, el progreso humano se nutre tanto de pereza como
de entusiasmo e interés. Pereza, entusiasmo e interés son tres
ingredientes fundamentales en la creación, la investigación y la
innovación. Si alguna lección podemos sacar de la epistemología
contemporánea –y les aseguro que no es tarea fácil–, es que todos los
intentos de explicar el progreso cultural, científico o tecnológico
humano omitiendo alguno de estos tres factores han terminado por
fracasar.
Un progreso nutrido sólo de interés, sin entusiasmo ni pereza, es un
progreso en falso y una recaída en la fatalidad inane de la naturaleza
prehumana, en su juego estúpido y fatal de pulsiones y poder, como
mostró Schopenhauer. Un progreso nutrido sólo de entusiasmo es invasivo,
totalitario y, a la larga, alienante y maleducado, como entrevé con
desatendida lucidez lord Shaftesbury en su Carta sobre el entusiasmo.
También es irreal, como enseña la gran aventura histórica de los
regímenes comunistas. Tampoco es posible, desde luego, un progreso
sustentado en la mera vacación de nuestra mente, en el puro
diletantismo.
Todo ello me lleva a postular un axioma básico, práctico y concreto de lo que sería nuestro I+D social, con el que espero predicar con el ejemplo y mostrar para qué sirve la pereza en una ociosa tarde electoral frente a un ordenador: nunca podrá haber una verdadera sociedad del conocimiento si esa sociedad no es también, en su justa medida, una sociedad del ocio.
Hablamos del ocio activo y energético que llena nuestros grandes
almacenes del deporte y del bricolaje, y hablamos también del ocio de
siempre, perezoso y distraído, que repara en las cosas más peregrinas.
Cosas como que, en el cine, el sonido de las pipas se ha sustituido por
el de las palomitas –que puede ser más desagradable–, o que los primeros
ministros turcos casi siempre tienen nombre de medicamento –como Ecevit
o Erdogan–, o que la palabra ser significa cosas muy distintas y habría que estudiar este asunto más detenidamente.
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* Filósofo de la tecnología norteamericano, ha reconstruido la historia de la filosofía de la tecnología.
Fonte: http://www.revistadelibros.com/blogs/Ciberrapsodias/pereza-20 - Acesso 23/09/2015
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