HANS KÜNG é seguramente um dos maiores teólogos católicos e
de toda a cristandade. Escreveu dezenas de livros sobre os mais diversos
temas da teologia e da filosofia. Foi colega de Joeph Ratzinger na
Universidade de Tübingen, na Alemanha. Questionou o uso indevido que se
fazia da infalibilidade do Papa e foi condenado pela Congregação da
Doutrina da Fé. Tiraram-lhe o título de teólogo católico mas continuou
na Universidade lecionando temas ligados à mundialização, à etica
global, ao ecumenismo e ao estudo das religiões. Escreveu livros
fundamentais sobre o islamismo e o judaismo. Criou um Instituto sobre
Ethos Mundial, onde se fazem minuciosos estudos sobre economia,
globalização, ecologia e ética Durante anos trabalhamos juntos na
revista internacional Concilium da qual, por 20 anos, fui responsável
por sua edição em portugues. Companheiros de destino e de tribulação,
nos tornamos velhos amigos com intercâmbio frequente de correspondência.
O artigo que agora publicamos dele vai na linha daqueles que eu escrevi
nesse blog. Vale a pena ler esse texto, extremamente bem fundado
historicamente, cheio de esperança e, ao memo tempo, com grande senso de
realismo, sabendo como correm as coisas dentro da Igreja Católica. O
Papa Francisco pode representar o melhor que podemos ter na Igreja, na
esteira do espírito de Francisco de Assis. Não lhe é permitido
fracassar. Todos devemos secundá-lo. Caso contrário a Igreja Católica
corre risco de se tarnsformar numa grande seita ocidental, cada vez mais
acidental. Isso não pode acontecer, pois se romperia a Tradição de
Jesus e de seu sonho de uma humanidde de libertos que descobriram
através da experiência do Nazareno que todos somos filhos e filhas de
Deus no Filho e por issso todos irmãos e irmãs uns dos outros. LBoff
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¿Quién
lo iba a pensar? Cuando tomé la pronta decisión de renunciar a mis
cargos honoríficos en mi 85º cumpleaños, supuse que el sueño que llevaba
albergando durante décadas de volver a presenciar un cambio profundo en
nuestra Iglesia como con Juan XXIII nunca llegaría a cumplirse en lo
que me quedaba de vida.
Y,
mira por dónde, he visto cómo mi antiguo compañero teológico Joseph
Ratzinger —ambos tenemos ahora 85 años— dimitía de pronto de su cargo
papal, y precisamente el 19 de marzo de 2013, el día de su santo y mi
cumpleaños, pasó a ocupar su puesto un nuevo Papa con el sorprendente
nombre de Francisco.
¿Habrá
reflexionado Jorge Mario Bergoglio acerca de por qué ningún papa se
había atrevido hasta ahora a elegir el nombre de Francisco? En cualquier
caso, el argentino era consciente de que con el nombre de Francisco se
estaba vinculando con Francisco de Asís, el universalmente conocido
disidente del siglo XIII, el otrora vivaracho y mundano vástago de un
rico comerciante textil de Asís que, a la edad de 24 años, renunció a su
familia, a la riqueza y a su carrera e incluso devolvió a su padre sus
lujosos ropajes.
Resulta
sorprendente que el papa Francisco haya optado por un nuevo estilo
desde el momento en el que asumió el cargo: a diferencia de su
predecesor, no quiso ni la mitra con oro y piedras preciosas, ni la
muceta púrpura orlada con armiño, ni los zapatos y el sombrero rojos a
medida ni el pomposo trono con la tiara. Igual de sorprendente resulta
que el nuevo Papa rehúya conscientemente los gestos patéticos y la
retórica pretenciosa y que hable en la lengua del pueblo, tal y como
pueden practicar su profesión los predicadores laicos, prohibidos por
los papas tanto por aquel entonces como actualmente. Y, por último,
resulta sorprendente que el nuevo Papa haga hincapié en su humanidad:
solicita el ruego del pueblo antes de que él mismo lo bendiga; paga la
cuenta de su hotel como cualquier persona; confraterniza con los
cardenales en el autobús, en la residencia común, en su despedida
oficial; y lava los pies a jóvenes reclusos (también a mujeres, e
incluso a una musulmana). Es un Papa que demuestra que, como ser humano,
tiene los pies en la tierra.
El pontífice no quiso ni la mitra con oro, ni los zapatos, ni el pomposo trono con la tiara Todo
eso habría alegrado a Francisco de Asís y es lo contrario de lo que
representaba en su época el papa Inocencio III (1198-1216). En 1209,
Francisco fue a visitar al papa a Roma junto con 11 hermanos menores (fratres minores) para
presentarle sus escuetas normas compuestas únicamente de citas de la
Biblia y recibir la aprobación papal de su modo de vida “de acuerdo con
el sagrado Evangelio”, basado en la pobreza real y en la predicación
laica.
Inocencio
III, conde de Segni, nombrado papa a la edad de 37 años, era un
soberano nato: teólogo educado en París, sagaz jurista, diestro orador,
inteligente administrador y refinado diplomático. Nunca antes ni después
tuvo un papa tanto poder como él. La revolución desde arriba (Reforma
gregoriana) iniciada por Gregorio VII en el siglo XI alcanzó su objetivo
con él. En lugar del título de “vicario de Pedro”, él prefería para
cada obispo o sacerdote el título utilizado hasta el siglo XII de
“vicario de Cristo” (Inocencio IV lo convirtió incluso en “vicario de
Dios”). A diferencia del siglo I y sin lograr nunca el reconocimiento de
la Iglesia apostólica oriental, el papa se comportó desde ese momento
como un monarca, legislador y juez absoluto de la cristiandad… hasta
ahora.
Pero
el triunfal pontificado de Inocencio III no solo terminó siendo una
culminación, sino también un punto de inflexión. Ya en su época se
manifestaron los primeros síntomas de decadencia que, en parte, han
llegado hasta nuestros días como las señas de identidad del sistema de
la curia romana: el nepotismo, la avidez extrema, la corrupción y los
negocios financieros dudosos. Pero ya en los años setenta y ochenta del
siglo XII surgieron poderosos movimientos inconformistas de penitencia y
pobreza (los cátaros o los valdenses). Pero los papas y obispos
cargaron libremente contra estas amenazadoras corrientes prohibiendo la
predicación laica y condenando a los “herejes” mediante la Inquisición e
incluso con cruzadas contra ellos.
Pero
fue precisamente Inocencio III el que, a pesar de toda su política
centrada en exterminar a los obstinados “herejes” (los cátaros), trató
de integrar en la Iglesia a los movimientos evangélico-apostólicos de
pobreza. Incluso Inocencio era consciente de la urgente necesidad de
reformar la Iglesia, para la cual terminó convocando el fastuoso IV
Concilio de Letrán. De esta forma, tras muchas exhortaciones, acabó
concediéndole a Francisco de Asís la autorización de realizar sermones
penitenciales. Por encima del ideal de la absoluta pobreza que se solía
exigir, podía por fin explorar la voluntad de Dios en la oración. A
causa de una aparición en la que un religioso bajito y modesto evitaba
el derrumbamiento de la Basílica Papal de San Juan de Letrán —o eso es
lo que cuentan—, el Papa decidió finalmente aprobar la norma de
Francisco de Asís. La promulgó ante los cardenales en el consistorio,
pero no permitió que se pusiera por escrito.
Francisco
de Asís representaba y representa de facto la alternativa al sistema
romano. ¿Qué habría pasado si Inocencio y los suyos hubieran vuelto a
ser fieles al Evangelio? Entendidas desde un punto de vista espiritual,
si bien no literal, sus exigencias evangélicas implicaban e implican un
cuestionamiento enorme del sistema romano, esa estructura de poder
centralizada, juridificada, politizada y clericalizada que se había
apoderado de Cristo en Roma desde el siglo XI.
Con Inocencio III se manifestaron los primeros síntomas de nepotismo y corrupción del Vaticano. Puede
que Inocencio III haya sido el único papa que, a causa de las
extraordinarias cualidades y poderes que tenía la Iglesia, podría haber
determinado otro camino totalmente distinto; eso habría podido ahorrarle
el cisma y el exilio al papado de los siglos XIV y XV y la Reforma
protestante a la Iglesia del siglo XVI. No cabe duda de que, ya en el
siglo XII, eso habría tenido como consecuencia un cambio de paradigma
dentro de la Iglesia católica que no habría escindido la Iglesia, sino
que más bien la habría renovado y, al mismo tiempo, habría reconciliado a
las Iglesias occidental y oriental.
De
esta manera, las preocupaciones centrales de Francisco de Asís, propias
del cristianismo primitivo, han seguido siendo hasta hoy cuestiones
planteadas a la Iglesia católica y, ahora, a un papa que, en el aspecto
programático, se denomina Francisco: paupertas (pobreza),humilitas (humildad) y simplicitas (sencillez).
Puede
que eso explique por qué hasta ahora ningún papa se había atrevido a
adoptar el nombre de Francisco: porque las pretensiones parecen
demasiado elevadas.
Pero
eso nos lleva a la segunda pregunta: ¿qué significa hoy día para un
papa que haya aceptado valientemente el nombre de Francisco? Es evidente
que tampoco se debe idealizar la figura de Francisco de Asís, que
también tenía sus prejuicios, sus exaltaciones y sus flaquezas. No es
ninguna norma absoluta. Pero sus preocupaciones, propias del
cristianismo primitivo, se deben tomar en serio, aunque no se puedan
poner en práctica literalmente, sino que deberían ser adaptadas por el
Papa y la Iglesia a la época actual.
1. ¿Paupertas, pobreza?
En el espíritu de Inocencio III, la Iglesia es una Iglesia de la
riqueza, del advenedizo y de la pompa, de la avidez extrema y de los
escándalos financieros. En cambio, en el espíritu de Francisco, la
Iglesia es una Iglesia de la política financiera transparente y de la
vida sencilla, una Iglesia que se preocupa principalmente por los
pobres, los débiles y los desfavorecidos, que no acumula riquezas ni
capital, sino que lucha activamente contra la pobreza y ofrece
condiciones laborales ejemplares para sus trabajadores.
2. ¿Humilitas, humildad?
En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia del dominio, de
la burocracia y de la discriminación, de la represión y de la
Inquisición. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una
Iglesia del altruismo, del diálogo, de la fraternidad, de la
hospitalidad incluso para los inconformistas, del servicio nada
pretencioso a los superiores y de la comunidad social solidaria que no
excluye de la Iglesia nuevas fuerzas e ideas religiosas, sino que les
otorga un carácter fructífero.
3. ¿Simplicitas, sencillez?
En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia de la
inmutabilidad dogmática, de la censura moral y del régimen jurídico, una
Iglesia del miedo, del derecho canónico que todo lo regula y de la
escolástica que todo lo sabe. En cambio, en el espíritu de Francisco, la
Iglesia es una Iglesia del mensaje alegre y del regocijo, de una
teología basada en el mero Evangelio, que escucha a las personas en
lugar de adoctrinarlas desde arriba, que no solo enseña, sino que
también está constantemente aprendiendo.
De
esta forma, se pueden formular asimismo hoy día, en vista de las
preocupaciones y las apreciaciones de Francisco de Asís, las opciones
generales de una Iglesia católica cuya fachada brilla a base de
magnificentes manifestaciones romanas, pero cuya estructura interna en
el día a día de las comunidades en muchos países se revela podrida y
quebradiza, por lo que muchas personas se han despedido de ella tanto
interna como externamente.
Es poco probable que los soberanos vaticanos permitan que se les quite el poder acumulado. No
obstante, ningún ser racional esperará que una única persona lleve a
cabo todas las reformas de la noche a la mañana. Aun así, en cinco años
sería posible un cambio de paradigma: eso lo demostró en el siglo XI el
papa León IX de Lorena (1049-1054), que allanó el terreno para la
reforma de Gregorio VII. Y también quedó demostrado en el siglo XX por
el italiano Juan XXIII (1958-1963), que convocó el Concilio Vaticano II.
Hoy debería volver a estar clara la senda que se ha de tomar: no una
involución restaurativa hacia épocas preconciliares como en el caso de
los papas polaco y alemán, sino pasos reformistas bien pensados,
planificados y correctamente transmitidos en consonancia con el Concilio
Vaticano II.
Hay
una tercera pregunta que se planteaba por aquel entonces al igual que
ahora: ¿no se topará una reforma de la Iglesia con una resistencia
considerable? No cabe duda de que, de este modo, se provocarían unas
potentes fuerzas de reacción, sobre todo en la fábrica de poder de la
curia romana, a las que habría que plantar cara. Es poco probable que
los soberanos vaticanos permitan de buen grado que se les arrebate el
poder que han ido acumulando desde la Edad Media.
El
poder de la presión de la curia es algo que también tuvo que
experimentar Francisco de Asís. Él, que pretendía desprenderse de todo a
través de la pobreza, fue buscando cada vez más el amparo de la “santa
madre Iglesia”. Él no quería vivir enfrentado a la jerarquía, sino de
conformidad con Jesús obedeciendo al papa y a la curia: en pobreza real y
con predicación laica. De hecho, dejó que los subieran de rango a él y a
sus acólitos por medio de la tonsura dentro del estatus de los
clérigos. Eso facilitaba la actividad de predicar, pero fomentaba la
clericalización de la comunidad joven, que cada vez englobaba a más
sacerdotes. Por eso no resulta sorprendente que la comunidad franciscana
se fuera integrando cada vez más dentro del sistema romano. Los últimos
años de Francisco quedaron ensombrecidos por la tensión entre el ideal
original de imitar a Jesucristo y la acomodación de su comunidad al tipo
de vida monacal seguido hasta la fecha.
En
honor a Francisco, cabe mencionar que falleció el 3 de octubre de 1226
tan pobre como vivió, con tan solo 44 años. Diez años antes, un año
después del IV Concilio de Letrán, había fallecido de forma totalmente
inesperada el papa Inocencio III a la edad de 56 años. El 16 de junio de
1216 se encontraron en la catedral de Perugia el cadáver de la persona
cuyo poder, patrimonio y riqueza en el trono sagrado nadie había sabido
incrementar como él, abandonado por todo el mundo y totalmente desnudo,
saqueado por sus propios criados. Un fanal para la transformación del
dominio en desfallecimiento papal: al principio del siglo XIII, el
glorioso mandatario Inocencio III; a finales de siglo, el megalómano
Bonifacio VIII (1294-1303), que fue apresado de forma deplorable;
seguido de los cerca de 70 años que duró el exilio de Aviñón y el cisma
de Occidente con dos y, finalmente, tres papas.
Menos
de dos décadas después de la muerte de Francisco, el movimiento
franciscano que tan rápidamente se había extendido pareció quedar
prácticamente domesticado por la Iglesia católica, de forma que empezó a
servir a la política papal como una orden más e incluso se dejó
involucrar en la Inquisición.
Al
igual que fue posible domesticar finalmente a Francisco de Asís y a sus
acólitos dentro del sistema romano, está claro que no se puede excluir
que el papa Francisco termine quedando atrapado en el sistema romano que
debería reformar. ¿Es el papa Francisco una paradoja? ¿Se podrán
reconciliar alguna vez la figura del papa y Francisco, que son claros
antónimos? Solo será posible con un papa que apueste por las reformas en
el sentido evangélico. No deberíamos renunciar demasiado pronto a
nuestra esperanza en un pastor angelicus como él.
Por
último, una cuarta pregunta: ¿qué se puede hacer si nos arrebatan desde
arriba la esperanza en la reforma? Sea como sea, ya se ha acabado la
época en la que el papa y los obispos podían contar con la obediencia
incondicional de los fieles. Así, a través de la Reforma gregoriana del
siglo XI se introdujo una determinada mística de la obediencia en la
Iglesia católica: obedecer a Dios implica obedecer a la Iglesia y eso, a
su vez, implica obedecer al papa, y viceversa. Desde esa época, la
obediencia de todos los cristianos al papa se impuso como una virtud
clave; obligar a seguir órdenes y a obedecer (con los métodos que fueran
necesarios) era el estilo romano. Pero la ecuación medieval de
“obediencia a Dios = obediencia a la Iglesia = obediencia al papa”
encierra ya en sí misma una contradicción con las palabras de los
apóstoles ante el Gran Sanedrín de Jerusalén: “Hay que obedecer a Dios
más que a las personas”.
Por
tanto, no hay que caer en la resignación, sino que, a falta de impulsos
reformistas “desde arriba”, desde la jerarquía, se han de acometer con
decisión reformas “desde abajo”, desde el pueblo. Si el papa Francisco
adopta el enfoque de las reformas, contará con el amplio apoyo del
pueblo más allá de la Iglesia católica. Pero si al final optase por
continuar como hasta ahora y no solucionar la necesidad de reformas, el
grito de “¡indignaos! indignez-vous!” resonará cada vez más
incluso dentro de la Iglesia católica y provocará reformas desde abajo
que se materializarán incluso sin la aprobación de la jerarquía y, en
muchas ocasiones, a pesar de sus intentos de dar al traste con ellas. En
el peor de los casos —y esto es algo que escribí antes de que saliera
elegido el actual Papa—, la Iglesia católica vivirá una nueva era
glacial en lugar de una primavera y correrá el riesgo de quedarse
reducida a una secta grande de poca monta.
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Publicado no El Pais de 10/05/2013
Fonte:http://leonardoboff.wordpress.com/2013/05/16/o-papa-francisco-e-um-paradoxo-por-hans-kung/
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